Apéndice.
Críticas falsas e
incompetentes de Homero, Hesíodo, Píndaro, Sófocles y Eurípides.
“Los más dicen de ellos cosas tan disparatadas, que no sé
como se atrevieron a escribirlas”, dije en la primera edición y
repito ahora aquí para introducción a esta segunda parte de mi
juicio de estos grandes ingenios. Fácil me será defenderlos: aunque
no se me podrá preguntar con admiración: ¿et quis vituperat? Pues
los vituperan tantos, que hasta a los literatillos de mantillas
ha llegado ya el atrevimiento. Nombres respetables tomaremos, pero es
más respetable la razón, y contra ella a nadie vemos grande.
La
Ilíada, dice Voltaire (y lo cito con preferencia a otros porque es
popular su nombre y se lee mucho el tratado donde lo escribe);
“Cuando leí a Homero (en las traducciones, (debió añadir) y vi
las faltas groseras que justifican a sus críticos, y aquellas
bellezas mayores todavía que sus faltas, no pude creer desde luego
(y vaya la sabida vulgaridad), que un mismo poeta hubiese compuesto
todos los cantos de la Ilíada. Porque no sé de autor alguno entre
los latinos ni entre los nuestros que haya caído tan bajo después
de haberse remontado tan alto.... El gran mérito de Homero consiste
en haber sido un pintor sublime. Inferior de mucho a Virgilio en todo
lo demás, le es superior en esta parte.” (1)
(1)
Comparando a Ercilla con Homero en los discursos que ponen en boca de
los ancianos consejeros al principio de sus poemas, da la ventaja al
de Ercilla y también con tan poca razón como se va a ver y con una
inadvertencia que pocos o ningún crítico hubiera padecido por rudo
que fuese. ¿Qué se proponía Ercilla? Que Colocolo templase la
irritación de aquellos jóvenes guerreros y los aviniese a una
condición pacífica para bien de todos; y a no lograrlo, no
hubiera habido guerra, no hubiera habido Araucana. Y ¿qué se
proponía Homero? Que Nestor no calmase a Aquiles y Agamemnon, pues
de lo contrario no sucedieran las desgracias y males que de ahí
vinieron; no hubiera Ilíada. Ambos poetas pues hicieron hablar a sus ancianos como debían. Y si de elocuencia se quiere tratar, llévese
el discurso de Colocolo y otros al lib. 9.° de la Ilíada, y
compárelos quien quiera con los de Ulises, Fénix, y del mismo
Aquiles.
¿Qué
ha de pensar de Homero un lector que se guíe por estos oráculos?
Porque hay otros críticos tan vanos como este que poco más o menos
en otros términos han venido a decir lo mismo. Pero ni Voltaire ni
los demás que así hablan han hecho ver nunca esas faltas groseras,
ni han señalado las caídas tan bajas que da en la Ilíada. Ni
tampoco ha probado Voltaire que Virgilio sea superior a Homero en
todo, menos en las pinturas y descripciones. ¿Qué dirían, no ya
los griegos, sino los mismos latinos si esto oyesen?
Qué diria
Quintiliano y cuantos examinaron y compararon ambos poemas? Lo que me
parece que harían es soltar una larga y estrepitosa carcajada. ¿Es
posible que Longino, el mejor y más fino crítico de la antigüedad,
que encontraba caídas en Sófocles y en Píndaro, y cosas pueriles
en Heródoto y en otros escritores cultísimos si lo son Platón y Jenofonte, no encontrase caídas ni voces bajas en Homero, y
hayan de encontrarlas unos hombres que sobre ser extraños al gusto
nacional y a las costumbres que describe, aun leerlo no podían
en su lengua, porque nunca la supieron o no pasaron de sus
rudimentos? Fallas, sí, encuentra en Homero, como en Demóstenes y
otros, pero no dice cuales sean. Y además añade que todas juntas no
montan la milésima parte de sus bellezas. Y en cuanto a las caídas,
por lo menos dice que en la Ilíada siempre marcha a paso igual sin
descanso ni fatiga.
No señala pues el épico-crítico francés
con todo su arrojo las faltas groseras ni las grandes caídas que
supone a Homero en la Ilíada. Y por tanto no podemos defender de otro modo al gran poeta. Ni tampoco prueba en qué cosas o por
qué le es superior Virgilio en la Eneida, si no lo queremos tomar
del modo general que lo dice. Quintiliano lo más que se atreve a
decir es que hay más igualdad y más esmero en Virgilio, y que con
esto pueden acaso compensar los latinos (acaso) la grande
inferioridad en que están de dotes más eminentes, cediendo a
aquella celestial e inmortal naturaleza e ingenio (de Homero). Con
algo se habían de consolar en su pobreza, y no había otra cosa.
Pero las mismas palabras de Quintiliano, la grande inferioridad, por
el uno, y llamado celestial e inmortal al ingenio del otro, y
viniendo a parar al cuidado y al paso igual y llano de Virgilio
(porque así ha de entenderse aquí la igualdad), están diciendo lo
que va del griego al latino y son la mejor definición de su
poesía. Y aun esa igualdad no es tanta que no padezca sus
quebrantos. Y su mayor esmero es simplemente el cuidado de la frase
poética, o sea de la elegancia; como si esta faltase en Homero.
No
obstante dese a esa igualdad y esmero toda la fuerza y significado
que se quiera: si eso no tuviese la poesía de Virgilio ¿qué
tendría? Sin este mérito ¿cuál otro reconocería la estimación
tan constante y siempre una de la posteridad? Pero no le faltan a
Homero, vuelvo a decir, ni le es inferior, sino que el espíritu y la
lengua son otros, y por consiguiente debe serlo su elegancia. Veleyo
Patérculo historiador célebre, hombre distinguido y cónsul en el
reinado de Tiberio, dice: “Vino el clarísimo ingenio de Homero,
máximo sin ejemplo, que por la grandeza de su obra y el fulgor de su
poesía mereció exclusivamente entre todos el nombre de poeta,
siendo lo más admirable que ni antes hubo a quien imitase ni después
quien pudiese imitarle.”
Con todo se dice y repite mucho esta
proposición, que por su aire y donosura se ve que es de algún
humanista muy pagado de sus medios estudios; “El poeta que mejores
cosas y mejor dichas tiene es Virgilio.” Quizá sería más fácil
probarlo de Horacio, y después, de Ovidio. Pero no disputando por
los latinos, si aquí se comprenden también los griegos ¿cómo se
ordenará el examen para este juicio?
Y en cuanto al testimonio o
estimación tan constante de la que llamamos posteridad, se debe
advertir que mientras hubo griegos en el mundo, Homero fue el gran
poeta; que mientras hubo latinos que así pudieron llamarse, lo
fue también para ellos con el mismo crédito, la misma veneración,
la misma popularidad y la misma gloria; y que solo cuando acabaron
unos y otros, comenzó Virgilio a serlo; es decir, en esta nueva
posteridad cortada en sus orígenes, manca en su autoridad y
preocupada en sus estudios y opiniones. ¿Cómo para una posteridad
que solo de oídas le conoce sería Homero el gran poeta, el poeta de
las citas, de los testimonios, del gusto, de la sabiduría y de los
oráculos?
Mas ya antes había dicho Horacio aquello de Quandoque
bonus dormitat Homerus. Y con esto muchos se arrojan a decir (sin
otra razón) que Homero es desigual y que tiene defectos. Muy
respetable es para mí la autoridad del hombre de mejor gusto que
tuvo la lengua latina, y al mismo tiempo tan gran poeta como fue
Horacio. Pero no dijo si es en la Ilíada o en la Odisea donde el
buen Homero dormita. ¿Se servirán decírnoslo y probarlo estos
novísimos críticos?
Es cierto que las primeras veces que se lee
a Homero, como dice Pope y me pasó a mí y lo observé antes de
verlo en Pope, parece insulso, y aun áspero, y hasta poco poético;
pero esta falta no está en su poesía, sino en nosotros; y al paso
que uno se perfecciona en el griego, y lee a unos y a otros, y
adelanta y domina la lengua se encuentra a Homero lo que es, a saber,
el primero, el mejor y más grande poeta que ha habido en el mundo,
apareciendo aquella celestial e inmortal naturaleza que todos los
antiguos le reconocen con Quintiliano. Porque una ha de ser su
elegancia, otra la de un poeta bucólico. ¡Elegancia!' ¡Y en la
lengua griega! Se necesita mucho tiempo, mucho leer sus poetas y
demás escritores, y llegar a leerlos con la fácil y natural
inteligencia que se leen los de la lengua propia o muy poco menos, y
tener un gusto muy fino para sentir la elegancia, para verla y
conocerla en lo que se lee, y juzgar un autor en si y
comparativamente con otros, y más con los de otras lenguas.
El
mismo (Voltaire) en unas redondillas sobre los poetas épicos dice de
Homero que está lleno de bellezas y de defectos (siempre lo mismo);
y que es grande hablador como todos sus héroes. A lo primero ya
hemos contestado. A lo segundo diremos que si es defecto en Homero,
lo es también en todos los poetas griegos. Era el genio de la
nación, y ninguno está exento de este defecto (si lo es), aun el
severo Esquilo. ¿Qué? ¿tan poco habladores son los héroes del
teatro francés, aun en las tragedias del mismo Voltaire?
También
dicen que da risa ver como obran alguna vez los dioses de la Ilíada,
y que enfada la repetición de los mandatos con las mismas palabras
que se dieron. Pero de los dioses eso era lo que se creía; era
la opinión, la fé, la religión, y aun la gloria de aquellos
pueblos, cuyos fundadores eran los mismos dioses o sus hijos: y a los
cuales fuera de la inmortalidad, en lo demás les daban las mismas
pasiones, flaquezas y miserias que a los hombres; no siendo absurdo
para nadie, que justa o injustamente se apasionasen a las personas y
a las familias, unos por unas, otros por otras; y que esto produjese
contiendas, odios, parcialidades, intrigas y competencias en su cielo
ú olimpo (1). (1) Con todo, el final del lib. 4.° de la Ilíada no
me gusta; pero lo único en todo el poema. Ya sé que hay quien no lo
cree de Homero: yo no me atrevo a decir nada.
Virgilio
encontró el mundo más adelantado, y pudo hacer obrar a los dioses
con más dignidad; pero también más inútilmente. Porque yo no
puedo admitir ninguna alegoría en las acciones que les atribuye el
poeta, acciones muy humanas y ejecutadas por motivos y fines
actuales, y por la opinión y empeño de cada uno según el partido o
bandera que seguían. No niego que haya alguna alegoría en la grande
y revuelta fábula de los dioses, pues veo que algunos poetas
entendieron tal vez por los nombres y destinos de ellos los elementos
y su acción y fuerza; pero esto de un modo muy general y sin que
pueda aplicarse a lo que Homero les hace decir y hacer en sus
poemas. Únicamente me parece que habrá algún símbolo en ciertas
imágenes; y aun no en muchas. Lo que es sistemas regulares de física
o de astronomía como algunos han creído o querido ver a la fuerza
en los Argonautas, en las Dionisíacas y en otros poemas, creo que
sin una preocupación muy fuerte no pueden imaginarse. Y en cuanto a
la repetición literal de los mandatos, era costumbre y gusto de los
antiguos. En la milicia, y de oficio también en las cosas civiles,
aun se conserva el uso de repetir literalmente las órdenes y
comunicaciones.
En la redondilla de Virgilio dice que adorna
mejor la razón (que Homero), y que tiene más arte e igual armonía.
Pero ¿en qué adorna mejor la razón? ¿Cuál es la razón en
Homero, y cuál en Virgilio? ¿Cuál la común y poética en ambos?
Porque algo hay que decir sobre esto aunque no lo parezca.
El
lenguaje de Virgilio (dice otro poeta francés) es más puro que el
de Homero, su lira más docta y hermosea todo lo que este inventa.
Como si comparasen a Virgilio con Enio ú otro semejante.
Cualquiera pensaría al oírlos, que Homero, dejándole su invención
y sus batallas, en lo demás es un bárbaro. Ellos son, sí, ellos
los bárbaros. a lo menos supiesen respetar el testimonio de
quien lo podía dar con autoridad y derecho. Aristóteles celebra a
Homero por sus pensamientos y por la belleza de su estilo poético,
declarándolo (declárandolo) en lo uno y lo otro el más
aventajado de todos los poetas griegos. ¡Y unos hombres que ni aun
leerlo sabían, se atreven a tratarlo de tosco y rudo en el lenguaje!
En cuanto al arte pues, sería para mí un trastorno completo de
las leyes de esa razón o verdad natural aplicada a la poesía, el
que se hallase más arte en la Eneida que en la Ilíada; ni aun
tanto, ni una mínima parte en las esenciales. Porque ¿en qué
consiste el arte?
Yo creo que consiste: 1.° en el plan general
del poema. 2.° En saber colocar los episodios donde parezcan
nacidos, necesarios, y descansen al lector sin hacerle olvidar el
asunto principal y la serie de hechos fundamentales. 3.° En
hacer saber al lector lo que precedió a la acción e importa
saberse, de un modo natural y disimulado, y sin intención
demasiadamente advertida, si es posible. 4.° En el enlace de los
sucesos con que se explica y procede la acción hasta su término.
5.° En dar su lugar y dignidad a los personajes y pintar su carácter
con rasgos propios y de acción, y no a modo de definiciones,
sino rara vez y solo como razón de aquellos.
6.° En entender el
interés de la acción, y de las personas, y dirigir aquel y realzar
este de un modo conveniente para el fin de la empresa y para el
efecto en el propósito y estado de todos. Lo demás como
variedad de accidentes, riqueza en las descripciones, magnificencia
en el estilo, naturalidad y otras cosas, se suponen.
Homero pues
siempre y en todo es admirable; y Virgilio apenas se puede decir que
es el arte lo que le guía, sino el pensamiento de imitar y seguir a
Homero, como si desconfiase de si mismo, cuya timidez y cuidado le
perjudicaron mucho teniéndole embargada la imaginación y privándolo
de la libertad que necesitaba.
Porque Tétis hace fabricar a
Vulcano unas armas famosas para Aquiles, también Venus se las ha de
hacer fabricar para Eneas, sin reparar que Aquiles había perdido las
suyas, dejándolas a su infeliz amigo Pátroclo, y Eneas las tenía
buenas y nuevas. Porque Aquiles celebra juegos fúnebres en honor de
Pátroclo y después de vencido y muerto Héctor, el gran
defensor de Troya y terror y espanto de los griegos; también Eneas
los ha de celebrar en honor de Anquises, venga o no venga a cuento, y
estén e no motivados naturalmente, y hayan de ser o no recibidos del
lector con deseo como descanso, como diversión episódica de la
narración general de los hechos que constituyen la acción del
poema. Así es que de los seis libros primeros, los cuatro y casi los
cinco son episódicos. ¿Y esto es arte? Porque en la Odisea cuenta
Ulises su navegación, la ha de contar Eneas también, no
distinguiendo la naturaleza de uno y otro poema y confundiendo la
acción con los episodios, o lo dramático y lo épico, y sobrando
para relación episódica el libro de la toma de Troya; y más en la
ocasión que se hace que era después de cenar, después de largo
beber, muy adelantada la noche, y debiéndose todos caer de sueño.
Al contrario que en la Odisea, donde se advierte que era temprano.
Porque Ulises evoca, pero con motivo y necesidad, el alma del adivino
Tiresias, y de paso las de los principales héroes, y describe las
penas de los grandes condenados del Tártaro; también Eneas ha de
bajar al infierno sin qué ni para qué, por más que el poeta quiera
hablar de una necesidad, que no hay absolutamente, de consultar a su
padre Anquises (para nada). Que la descripción de todo esto sea
más filosófica en la Eneida, eso lo debió Virgilio a Platón y a
otros: aunque siendo suya la ocurrencia de presentar y enumerar las
almas destinadas a aquellos futuros tan famosos romanos. Y no diré
para disminuir su mérito, que también lo debió al dogma de la
metempsícosis tan posterior a Homero, o no admitido en su tiempo; ni
que le costase poco esfuerzo el pensar en aplicarlo a sus romanos,
porque eso no le quita el ser cosa muy feliz y divinamente imaginada.
No así el celebrado silencio de Dido con Eneas, que es imitado del
de Casandra en Esquilo. (Agamemnon). La aparición de Venus a Eneas
en la playa africana y envolverlo en una nube (también sin
necesidad) para llevarlo al palacio de Dido, es copiado del libro
7.°, de la Odisea. El episodio de Niso y Eurialo es tomado en su
idea, y aun el consejo de los cabos o próceres troyanos durante la
noche, del lib. 10 de la Ilíada; pasando la imprudencia
afectadamente cometida de tener ausente a Eneas tan largo tiempo y
como solo para dar lugar a este episodio. El sublime libro segundo
(de la Eneida) en el que dice Voltaire porque quiere decirlo y al uso
ligero de su temeridad, que hay más arte y más bellezas que en toda
la Ilíada (y esto se ha escrito!), es tomado casi palabra por
palabra, según Macrobio, a un excelente poeta griego llamado
Pisandro cuya obra no nos ha llegado; cosa (dice) que saben hasta los
niños (1).
(1) Un crítico francés de principios de este siglo
dice que lo del caballo de madera (*Durateo) donde se encerraron los
griegos para entrar en Troya, todo es invención de Virgilio. Este
buen hombre no solo no había leído la Odisea (que tenía traducida
a su lengua) en cuyo libro 8.° hubiera encontrado lo del caballo;
sino que ni aun a Macrobio, siendo un latinista y creyéndose alguien
en el mundo literario.
Pues el celebrado libro 4.° excepto
la muerte de Dido y sus sublimes alusiones a las futuras guerras
entre Cartago (Cártago) y Roma, también es imitado del 3.°
de Apolonio de Rodas, y en su original no todos los hombres de gusto
preferirán la Dido del latino a la Medea del griego. El carácter de
Dido es más épico, y debía serlo porque lo requería la índole
del poema; pero Medea es más tierna y amable; enamorada, sí, pero
tímida, como doncella, y pensando siempre en su honor y en lo
qué dirá la fama de ella por salirse de la casa de sus padres y
seguir a un estrangero, y ya antes por favorecerle en su
empresa, aunque siempre sin abandonar su honestidad.
Pasando
ahora a otras partes, ¿qué es Eneas en Italia? Un casi raptor de
princesas, como lo han notado todos los críticos; pero tan odioso y aborrecido, que su suegra futura se desespera y ahorca. Y no
contento aun el poeta con esto, que luego había de contarnos, tiene
la imprudencia de enternecernos al principio del libro último a
favor de Turno y sus buenos esperados suegros, y aun de la misma
princesa Lavinia que vierte un río de lágrimas al ver el peligro de
su amante y prometido esposo. Y no se dirá para defender al poeta
que esto era histórico, porque ni lo era con todas esas
circunstancias, ni aunque lo fuese, estaba el poeta obligado a seguir
la historia o tradición para hacer
odioso a su héroe, cuando
después de leer la Ilíada a nadie se aborrece, aun a Helena. Lo
mismo que para presentarnos una maravilla, convertir las naves de
Eneas en Ninfas.
Ahora bien, si esto es arte, si todo esto es
arte, dejando otras cosas menos importantes, confieso que he perdido
el uso de la razón, o no es una misma para todos. Con los solos
defectos que el mismo Voltaire le nota en su capítulo, se puede
concluir lo mismo o no mucho menos. ¿Cómo pues dice que tiene más
arte que Homero? Y aun por si acaso, concluye exclamando: “¡Ay
del que le imitase (a Homero) en la economía (plan y distribución)
del poema! ¡Dichoso del que supiese pintar como él los detalles! Y
en otra parte, olvidándose de esto, dice que el Tasso ha pintado lo
que Homero bosquejaba: con otras ligerezas, contradicciones y
disparates muy propias de su carácter y de quien no sabe ni repara
en lo que dice. El plan de la Ilíada lo tiene el lector al principio
de nuestra segunda parte; véalo, y busque después en ningún poema
antiguo ni moderno una economía más juiciosa y natural; más
perfecta y bien seguida (1).
(1) El Tasso... Pero no lo
juzguemos. Notaré solamente que también imitó de Homero entre
otras cosas el apartar a su héroe del campo (¡y de qué manera!)
solo por imitarlo; y lo de Príamo y Helena en la torre del muro como
se dijo, aunque omitiendo (porque allí no tenía esto lugar) el
efecto que la aparición de la hermosa Argiva causó en los ancianos,
cuya parte sirve de asunto al bellísimo romance nuestro: Desde una
soberbia torre. Y no sé por qué el autor no añadió por final lo
que aquellos dijeron: “Pero así y todo que se vuelva en las naves
y no nos deje destruidos para siempre a nosotros y a nuestros
hijos.”
Para cosas menudas veremos a Macrobio. Entretiénese
este crítico en apuntar lo que Virgilio ha tomado a los griegos, y
más a Homero que a ninguno. Y aun tiene la curiosidad de comparar
los dos poetas en los lugares más especiales, dividiéndolos en tres
clases: una de los en que
Virgilio le es superior; otra de los en que solo pudo igualarle; y
otra de los en que se queda inferior: los primeros son nueve, los
segundos otros tantos, los terceros más de veinte. Pero siendo un
imitador, un competidor a cara descubierta, y cada imitación un
desafío, en ninguna debió quedar inferior; en una sola era mengua
que lo fuese; y lo fue casi en todas! Al contrario de nuestro
Garcilaso, que imitando lo más delicado y fino de Virgilio casi
siempre lo mejora. Pues, ¿y el tan ponderado esmero? ¿Y su más
docta lira? y el hermosear cuanto aquel inventa? Y esto un latino es
quien lo dice, no un griego, y latino muy apasionado a Virgilio,
pasándole más de sesenta otras imitaciones que nota y no compara.
El mismo Macrobio cita una imitación de Píndaro en el libro
tercero de la Eneida (tomándolo de A. Gelio como otras muchas cosas)
cuando se pone a describir el monte Etna, en la cual Virgilio es
aun más hinchado que Lucano, perdiéndose la verdad y fácil
grandeza del lírico. Así como es igualmente de ver lo que dice el
citado Gelio (lib. X, capítulo IX) de la tan admirada comparación
de Dido con Diana, copiada del lib. VI de la Odisea. Pero basta.
En
los poemas de Homero se enseña con la mayor verdad, naturalidad y
eficacia, y como dogmas santos, antiguos, racionales y necesarios el
poder y eternidad de los dioses, su providencia, el respeto que se
les debe; la justicia entre los hombres, el amor de la patria, la
hospitalidad y la humanidad. ¿Qué se enseña en la Eneida? Algo de
eso, pero no todo ni del modo natural y propio que en aquellos. Hay
sí, más sentencias y tono dogmático en Virgilio, porque era ya ese
el gusto y la afectación de su tiempo con los estudios filosóficos
y la autoridad y moda de las escuelas; pero no más verdaderos
pensamientos, más verdaderas ideas, ni tan naturales como en Homero,
siempre lleno el lector de admiración, y no acabando de creer lo que
ve, pareciéndole imposible que en aquella antigüedad fuese un
hombre capaz de tanta sabiduría y de un discurso tan noble y culto.
Cualquiera al pensar en tiempos tan remotos se figura que todo en sus
poetas, después de la grandeza del ingenio, ha de ser rudeza,
grosería, ignorancia, porque cree que solo eso había en la
sociedad; que no se conocían las artes; que la civilización no
había aun comenzado, y este error da calladamente una ventaja
inmensa, una invencible preferencia a los que vinieron en siglos muy
posteriores y después de tantos estudios, letras y adelantos en todo
como el de Augusto. Pero nos engañamos: las artes florecían, la
civilización, aunque diferente de la nuestra, y más cerca de la
naturaleza las costumbres y la vida, contenía todo lo que se infiere
del comercio de que nos hablan, de la hermosa y humana
costumbre-ley del hospedaje que tan religiosamente se guardaba, de la
riqueza y primor de las labores que nos describen, lo mismo en trajes
que en edificios; de las justas poéticas sobre todo que tan de uso
eran en las fiestas de bodas y exequias de los príncipes. Así es
(juntando aquí los siglos de aquellos pueblos) que a la finura,
gracia, delicadeza y amabilidad de los poetas griegos en los
pensamientos y en la expresión, nadie ha llegado hasta ahora, aun en
nuestros siglos y lenguas modernas. Y Homero, con la diferencia
del carácter propio del género, es el más aventajado de todos como
declara Aristóteles. El que lo dude compárelos, y para las artes
véase la descripción del escudo de Aquiles (lib. 18) y los palacios
de Alcínoo (7.° de la Odisea), entre otros muchos lugares. Y
Hesíodo confirmará lo mismo.
Se dirá acaso que Virgilio no
limó su poema y por eso lo mandó quemar. No se trata de lo que
hubiera sido o podido ser, sino de lo que es. Y eso mismo arguye
grandes imperfecciones, aunque nosotros no las conociésemos. Bien
pudieran haber tenido esto presente los Escalígeros y otros para no
proclamar perfecta y divina una obra que su autor mandó echar al
fuego como indigna de la posteridad. No le obedecieron sus albaceas,
e hicieron bien, porque aun condenada así por su autor, y con todo
lo que hemos dicho tiene bellezas que hubiera sido lástima perder, y
algunas originales. Bien pudieron encargar todos los poetas épicos
latinos a sus poemas lo que encarga Estacio a su Tebaida:
Nec tu
divinam Aeneida tenta,
Sed longe sequere et vestigia semper
adora.
Pero los latinos. Lo que es Virgilio pensando en Homero,
aun dijo más a su Eneida, juzgándola digna del fuego.
Lo de
Propercio: Cedite romani scriptores, &c. fue entusiasmo de la
fama que se dio al poema por las primeras muestras que se vieron. ¿Y
después? Ya no se dijo más nada; ya no se repitió eso; ya callaron
todos. Aun la expresión nescio quid majus fue por depronto
una vanidad, aunque hija de aquel entusiasmo. Porque además del
mérito puramente poético de que ya se ha hablado, Homero cantó
para todos los pueblos griegos, para todas las naciones que algo eran
y fueron siempre en las tres partes del mundo, creciendo así su
grandeza inmensamente; y Virgilio se redujo al interés y nombre de
un solo pueblo, y pueblo (para eso) encerrado en los muros de su
única ciudad, y casi en los salones de su capitolio.
Hesíodo.
Las Obras y los Días. Nadie disputa a Virgilio el primer lugar como
poeta didáctico, ningún poeta se le ha acercado, todos han quedado
de él a una distancia inmensa. Pero es el caso que Hesíodo
apenas puede ser considerado como poeta didáctico: su poema es
moral, como dijimos. Las Obras y los Días son una exhortación
poética a la virtud, a la religión, al trabajo, que compuso para su
hermano. Y porque los dos eran labradores y pastores, y el hermano
había creído o querido ser otra cosa para acabar muy aprisa con
su patrimonio, Hesíodo lo amonesta y da consejos, y le recomienda la
agricultura y la navegación para ganar la vida; y como era natural
describe algunas partes de ellas, pero volviendo al fin del poema y
sin olvidarlo en todo él, a su objeto principal y continuo de
exhortarle a la virtud y a la aplicación al trabajo. Bien dice
Virgilio que canta por los pueblos romanos los versos del poeta de
Ascra; pero es porque ningún otro había tan antiguo ni tan digno de
ser citado que hubiese dicho algo de los campos, aunque los hubo que
adrede trataron de agricultura y geoponia. Y en él mismo concepto
hablan de él Aristófanes, Manilio y otros. Si se quiere insistir en
comparar los dos poetas, habrá de ser mirando a cada uno en su
respectivo propósito, en cuyo caso hay que fundar de nuevo la
comparación porque así aun no se ha hecho. Pero dice Escalígero
que un solo verso de las Geórgicas de Virgilio vale más que todas
juntas las obras de Hesíodo. Con esto ya ¿quién se atreverá a
pensar en el griego? Y repita cuanto quiera el ya citado Veleyo:
“Contemporáneo de este (el rey Carano) fue Hesíodo, poeta
elegantísimo y famoso por la suavísima dulzura de sus versos,
hombre muy amigo de la paz y de la quietud, y así como cercano a
Homero en el tiempo, así también próximo a él en el mérito de su
poesía.” (1)
(1) Escalígero destina el lib. V de su Poética
a la comparación de los poetas griegos y latinos; y al fin lo que
viene a dejar bien probado es que había perdido el tino con su
ceguedad y fanatismo. Porque disparates como el de poner en una
balanza un solo verso de Virgilio con todas las obras de Hesíodo,
son muchos los que dice, y no como hipérboles o meras exageraciones,
sino como juicios serios y verdaderos. Y aun con mal humor pensando
que acaso no se le recibirían. Lo adivinó, fue profeta. Hasta
Quevedo hubo de pensar en él en sus Zahurdas por idólatra de
Virgilio y falso crítico de Homero.
Han
dicho algunos latinos que los griegos necesitan tres poetas para
oponer a uno solo de ellos: que Virgilio sale al honor de la victoria
con Homero, con Hesíodo y con Teócrito. Pero con Homero ya hemos
visto a qué puede aspirar: con Hesíodo no tiene lugar la
comparación; y con Teócrito aun quedará peor que con Homero si no
es imposible.
También se ha querido comparar la Teogonía de
Hesíodo a las Metamórfosis de Ovidio, y también se saca una
ventaja inmensa a favor del latino. ¡Qué prurito de comparaciones!
Pero esos dos poemas se vienen a parecer como el Génesis y la Ilíada
o el Quijote. La generación de los dioses y héroes es lo que
contiene la Teogonía: ¿es esto ni cosa que se le parezca lo que
contienen las Metamórfosis? Que ambos poetas comiencen por el origen
del mundo, y aun cada uno de su manera, nada dice a la comparación,
pues uno y otro tenían que poner ese principio a sus poemas. Así es
que Ovidio toma a Hesíodo las Edades, pero no de la Teogonía donde
no vinieran a cuento, sino de las Obras y los Días. Si una idea
hallada en dos obras bastase para darles una misma naturaleza, el
Coran podría ser el Evangelio, una oda de Anacreonte los
trenos de Jeremías, y un romance de Góngora las Meditaciones del P.
Granada.
Píndaro. En una oda a la emperatriz de Rusia dice
Voltaire: “Sal de la tumba, divino Píndaro, tú que en otro tiempo
celebraste los caballos de algunos particulares de Corinto o de
Megara, y poseíste el talento de hablar mucho y no decir nada: tú
que modulaste doctamente versos que nadie entiende y todos por fuerza
han de alabar siempre; olvida tus triunfadorcillos de Elide y toma
otro asunto menos insípido.” (1)
(1) Casualidad será sin
duda, que en todo Píndaro no haya un vencedor natural de Megara.
Pero fuerza del consonante. Poco importa a la verdad este reparo:
pero aun importaban menos otros que Voltaire hizo y le dieron ocasión
para burlarse de hombres como Boileau, por ejemplo.
Aquí
si no fuera que el tono es festivo, se podría decir que hay tantas
ignorancias como proposiciones. Primero confiesa que no entiende a
Píndaro. Lo sabíamos, aunque él no lo dijese. Ahora eso de que
nadie lo entienda, ya es otra cosa. Lo de hablar mucho sin decir nada
tiene respuesta en Quintiliano (que entendía muy bien a Píndaro),
cuando poniéndole el primero de los líricos griegos por la
magnificencia de su espíritu, por sus sentencias y figuras, añade
también por la felicísima abundancia de cosas y de palabras, y ser
como un río de elocuencia. Nadie hasta Voltaire había dicho que
fuese escaso de ideas, pues cabalmente es riquísimo en ellas. Pero
hombres como los Perraults y los Voltaires no podían hacer otra
cosa que aturdirse, quedar a oscuras y encogerse de hombros en las
traducciones serviles y rastreras donde lo leían.
El no juzgar
de importancia alguna los juegos públicos generales de los griegos
es no saber lo que eran. Y si en Voltaire no se puede suponer esta
ignorancia, es prescindir y desentenderse de la verdad. Eran aquellos
juegos lo más grande y solemne que tenían las naciones griegas: lo
más magnífico, ruidoso y célebre que había en sus costumbres; y
los vencedores en ellos, especialmente los de Olimpia, eran mirados
como unos pequeños dioses en su felicidad. ¿Por qué todo esto?
dirá alguno. Porque era; porque son hechos; porque era ese el gusto,
la afición, la opinión y la educación de los griegos. Juegos en
fin a donde concurrían los príncipes nacionales y extranjeros, los
filósofos con toda su austeridad, los ingenios más distinguidos en
todas las bellas artes, y cuantos griegos de los continentes y de las
islas podían hacer el viaje sin sentir mucho los gastos que
ocasionaba. Si nuestras costumbres son otras, si otro nuestro gusto,
nuestra afición y nuestras opiniones acerca de la gloria y de la
felicidad, eso no quita que en aquellas naciones fuese lo que
acabamos de decir; lo que era, en una palabra.
Otros han dicho
que en algunos coros de Sófocles y Eurípides hay tanta sublimidad
como en las odas de Píndaro sin su extravagancia. Las dos partes de
esta proposición son falsas. 1.° La sublimidad de aquellos coros es
más bien de situación, como debe ser; es decir, de la situación
dramática, del estado actual de las personas. 2.° Esos coros, aun los más celebrados de sublimes o elegantes, son coros y no más,
no forman odas quiero decir, porque les falla la unidad y la marcha
de la oda: rasgos líricos, admirables algunos de ellos, sí, pero en
fin no son odas. Por consiguiente no hay comparación. 3.° La
extravagancia tan censurada de Píndaro (apartarse de su asunto y
objeto) no es tanta como se pondera ni siempre que lo parece.
Porque o habla de los ascendientes de sus héroes (como se dijo), o
son alusiones a hechos de los mismos mayores, o cita acontecimientos
de sus pueblos; o celebra la religión y culto de que más se precian
en su país; o trae la historia de los fundadores de sus ciudades;
siendo algunas cosas de estas poco sabidas. Añádase a esto que
siempre se dice todo muy poéticamente; y de aquí la supuesta
extravagancia y la temida oscuridad de sus odas; la cual todavía se
aumenta para ojos de mala vista con las comparaciones que tal vez se
encuentran sin advertirnos que lo sean, sin nota o conjunción que
las una materialmente con el objeto del poema. Estas bellezas se
ocultan a lectores vulgares, no al que sea capaz de comprender la
grandeza y sublimidad de la poesía lírica y se haga cargo de lo que
podían hacer los poetas griegos en los elogios de aquellos
vencedores.
Sófocles. Los dos Edipos. El célebre Metastasio
hablando de los trágicos dice del Edipo Coloneo: “Esta tragedia
para interesar necesita espectadores o lectores atenienses antiguos,
o aquellos envidiables sabios modernos que aseguran saben trasladarse
a aquellos felices siglos en que se creía que la posesión del
cadáver de un mendigo vagamundo constituiría la seguridad de un
estado. Edipo ciego y escuálido, conducido por su hija Antígone tan
andrajosa como él, ocupa la escena...”
No, señor lírico, no
se necesita ser un ateniense antiguo, ni de esos envidiables sabios,
sino ser hombre y saber sentir: o no haber perdido el juicio. Edipo
no era un mendigo de la calle, de los que van de establo en establo,
de taberna en taberna, sin haber conocido otro estado ni tenido
respeto ni dignidad alguna en el mundo; ¡era un rey destronado! Era
un príncipe ilustre y glorioso que venciendo a la Esfinge, libró a
Tébas de su horrenda tiranía y mereció la mano de la reina viuda y
ocupar con ella el trono de aquel reino. Por desgracias muy fatales
se halló con que había muerto a su padre y casádose con su
propia madre, que era aquella misma reina viuda: y ahora, destronado,
desterrado, ciego, mendigo, y conducido de la mano por una hija de su
involuntario incesto, busca para morir el sitio que le han destinado
los oráculos. Y un rey tan célebre y conocido, y una princesa que
pudo esperar un trono en la Grecia, tan noble, tan virtuosa, y que
con una resignación heroica guía a su pobre desvalido padre
cuidando de él en tan miserable y abatida fortuna; dos personas,
digo, como estas, ¿no debían interesar en el teatro?
¿Qué
otras pues habrá habido en el mundo que pudieran interesar más que
ellas? O se ha acabado la humanidad; ha muerto la sensibilidad en el
corazón humano!
Pues lo de la posesión de su cadáver era
también anuncio de los oráculos, y los griegos no los despreciaban.
Y todavía los dioses confirmaron sus anteriores anuncios y dieron a
la muerte de Edipo toda la importancia y grandeza que tenía,
asistiendo a ella, esto es, abriendo el cielo con majestuosos truenos
y relámpagos.
Con que ¿qué diremos de la crítica del lírico
italiano?
¡Qué inicuos son los hombres! Entre los cristianos
hemos visto que para recibir y obsequiar la menor reliquia del cuerpo
de un héroe (de un santo) que acaso fue un verdadero mendigo, se han
celebrado ocho días de fiesta en una ciudad, y han acudido a ellas
mil otras ciudades y pueblos. Tan religión era pues lo que hacían
los griegos con sus semidioses; y en ellos habrá de ser absurdo! Y
la suerte, y los oráculos, y la majestad de la muerte de un héroe
como Edipo, todo ello ha de ser lo que se le antoja a un poeta
cortesano del siglo XVIII, que tal vez tenía mareada la cabeza de
música y adulaciones! Y aun esto lo decimos pensando hacerle favor,
porque a no delirar ¿cómo pudiera haber dicho semejantes bajezas y
desatinos? Represéntese el Edipo Rey un día en nuestros teatros, y
al siguiente represéntese el Coloneo, y se verá si gusta aun a
espectadores europeos modernos.
Bien de otro modo piensa un docto
anotador alemán (Schaéfer: Schäfer) que a boca llena da al
Edipo Coloneo el título de tragedia divina, y la cree la mejor de
nuestro poeta.
Y dejando a otros su gusto, el mío es del todo
conforme al del alemán. Siempre el Edipo Coloneo me ha parecido la
obra maestra de Sófocles, y la tragedia más hermosa y sublime
que se ha compuesto desde Esquilo hasta el último dramático de
nuestros días. La sublimidad de Sakepear (Shakespeare)
tiene otro carácter y es de otro gusto.
Generalmente se da la
preferencia al Edipo Rey y se mira como el gran modelo del teatro
griego. Esto consiste en la naturaleza del asunto y en la situación
de Yocasta y Edipo, madre e hijo, y esposa y esposo al mismo
tiempo, sobresaltados y amenazados de los oráculos, inocentes y
recelosos de si mismos, llenos uno y otro de agitación, de temores y
ansiedad, y el espectador con ellos, porque es caso que todos
comprenden y cada uno se explica a si mismo.
No es fácil decidir
en cuál de las dos tragedias hay más arte. Pero en el Edipo Rey el
asunto estaba dado todo por la historia, y solo faltaba arreglarlo al
teatro; y en el Coloneo hubo de inventarse todo, fuera del sitio de
la muerte del héroe, una vez supuesto o sabido.
El Edipo Rey ha
sido imitada o más bien repetida en todas las lenguas, y en todas
estas imitaciones ha perdido harto. No obstante los mismos autores de
tantas infelices tragedias le saben hallar unos defectos de tanto
bulto, que parece quieran persuadirnos o que esta vale muy poco, o
que las suyas valen mucho. No me pararé a notar los defectos en que
han incurrido los imitadores de Sófocles, porque no me toca; léase
no más el prólogo de la española para todas las anteriores, y para
ella búsquese un medio de apagar o de suspender el ansia, el vivo
deseo de ver en qué para aquella funesta averiguación que es el
alma, el interés, el arte y todo el mérito esencial de la
composición; y el que lo halle, véala representar o léala si
puede. Y todo por poner el desenlace o catástrofe más cerca del fin
material del drama. Pero ya que esto se quería, ¿no se halló más
arte que enviar a descansar a Edipo y a dormir a todos?
Mejor
entendida y mejor dispuesta está la latina. Así no la echase a
perder la hinchazón y mal gusto de aquel siglo.
Todos los
defectos que a la griega se le notan, o son muy ligeros, o en partes
de muy poca o ninguna importancia: y aun no lo son todos los que se
califican de tales. Como entre otros, el suponerse que Edipo ignorase
o pregunte quién fue su antecesor o cómo se llamaba. Pero es el
caso que ni lo ignoraba ni lo pregunta. Lo que pregunta es de qué
crimen manda el oráculo purgar la ciudad para que cese la peste, y
cómo saber de su autor. A lo cual responde Creonte: “Teníamos
antes de ti por rey en esta ciudad a Laio....”, Y entonces Edipo le
interrumpe diciendo: “Lo sé por haberlo oído, pues no le vi
nunca.” También quisieran que desde luego hubiese Edipo creído a
Tiresias, y que no sospechase de su cuñado Creonte. Y ¿por qué
razón? porque se les antoja así, porque quieren. No me gusta el
modo y términos en que se descomponen Edipo y Tiresias; pero ningún
antiguo lo reprende. Y en cuanto a sospechar de su cuñado, ¿qué
podía pensar Edipo, no creyendo, como no debía creerlo, y sí
irritarse de la insolencia, lo que decía
Tiresias de ser él el
matador de Laio, y convenir esto con lo que el cuñado traía del
oráculo? Más seguro debía estar de su propia conciencia que de la
fidelidad del adivino y del hermano de la reina, que pudo fingir
el oráculo. Y así lo entendió el trágico latino, aunque raye un
poco en impiedad, haciendo decir a Edipo en estos valientes y
hermosos versos:
Curas revolvit animus et repetit metus:
Obisse
nostro Laium scelere autumant
Superi inferique; sed animus contra
innocens,
Sibique melius quám dîs
notus negat.
También hacen cargo a Sófocles de suponer que
Edipo no pensó en averiguar y castigar la muerte de Laio, por
interesarle (dicen) como rey y ser causa común de todos los reyes.
Pero Edipo joven y glorioso, adorado y casi deificado por aquel
pueblo, feliz con una esposa amable y con un reino floreciente, y
sobre todo sin las ideas de la majestad real que tenemos nosotros, no
podía pensar naturalmente sino en su felicidad y en el gobierno del
pueblo. Y suponerlo así no solo es regular, sino histórico; y uno y
otro era para el poeta. De modo que si hay falta, no está en él,
sino en la historia, en la misma verdad, en la fatalidad de los
hechos; y nada de esto podía mudar el poeta ni le convenía: y
siendo además la voz común que a Laio le habían muerto unos
bandoleros ¿qué podía hacer nadie? Mucho se reiría Aristóteles
si oyera desatinar así a estos críticos de la última edad y de
noticias tan corrompidas. Más justo y advertido que ellos el trágico
latino (así en esto como en otras muchas cosas) pone esa reflexión
en boca del mismo Edipo como pesándole y echando de ver el yerro que
a su parecer había cometido de no pensar en castigar la muerte del
rey difunto. Pero esta reflexión en el latino se debe al régimen y
nuevas opiniones que en Roma habían sucedido a las antiguas. Así
como en los modernos puede ser juntamente con eso una adulación
disimulada. Con todo manifiesta Edipo en Sófocles que extraña no se
hubiese pensado en castigar la muerte de Laio, procurando saber de
los agresores: y esto bastaba para no merecer el poeta la
reconvención que se le quiere hacer. Esa averiguación debió ser en
su tiempo, y no cuando era ya imposible: y entonces, dice Creonte,
que hubieron de pensar en el trabajo presente en que los tenía la
esfinge, y no en un hecho dificultoso y en que ninguna luz podía
guiarlos. Y hé aquí los defectos, los sensibles e
imperdonables defectos de la obra maestra del teatro griego. ¿Qué
son todos ellos? El lector lo ve; ligereza, inadvertencia de sus
críticos. De mayor cuenta (aunque esos lo fueran) son ciertamente
los que el autor de la nueva Poética española encuentra en la
Atalia de Racine, en aquella tragedia que los franceses no dudan
llamar la obra del ingenio humano, porque son impropiedades
esenciales en la composición, aunque obligadas de la ley de la
unidad de lugar, entendida con todo el rigor o melindre clásico.
Eurípides. El Hipólito. Cada nación tiene su gusto. Uno es
el de los franceses, otro el de los españoles, otro el de cada una.
Y por más que todos profesan seguir a la razón, esa razón se
vuelve también española, francesa, inglesa, italiana, de todas las
naciones.
Y aun no solo eso. En unos tiempos domina un gusta, en
otros otro. En el siglo pasado dominó el gusto francés en España e
Italia, y los críticos de estas naciones todo lo miraban con
vidrios de pasión francesa en los ojos. Y si no era pasión, era su
gusto adoptado, el gusto de moda francesa, y pareciéndoles a todos
(por su preocupación) fundado en la naturaleza de las cosas.
De
estos fueron el abate Andrés y un colector de que luego hablaremos.
Ambos prefieren la Fedra de Racine al Hipólito de Eurípides, y
ambos sin ninguna razón que de oír sea. Y el primero prefiere
llanamente la Eneida a la Ilíada y la Odisea juntas. Hacía bien; la
Eneida la podía entender, y la Ilíada y la Odisea eran para él
libros cerrados. El gusto de este autor además se inferirá de lo
que dice tratando de los líricos españoles, pues declara que no
hablará de Herrera y otros (como poetas de menos cuenta) y
recomienda como los mejores líricos nuestros a Garcilaso y los
Argensolas. Bueno es Garcilaso, y buenos, muy buenos los Argensolas;
pero quien no hace mérito de Herrera como lírico, reserve para si
lo que piense y no pida autoridad como crítico, porque nada
significará que prefiera un nombre a otro, una obra a otra.
No
es culpa mía hablar así de hombres de alguna reputación en la
república de las letras; ellos se la tienen. ¿Por qué escribían?
Pero en efecto, sus juicios, tanto de los modernos como de los
antiguos, y más sus fallos al compararlos, deben ser para todo
hombre sensato y de gusto e inteligencia, lo que para aquel que tenga
muy fino el oído una orquesta de música destemplada, o de
instrumentos absurdamente concertados (1).
(1) Y esto sin volver
la vista a lo que publicó, aunque poco, en España antes de la
expulsión, para causar envidia al mismo Campazas. Mucho se corrigió
en Italia, pero del todo no pudo ya purgarse de aquel mal
gusto.
Mientras duró el furor romántico se despreciaba a los
grandes poetas y escritores que en cada nación han ilustrado el
siglo de sus mayores glorias literarias, y los juicios críticos se
resentían del calor y alboroto de los espíritus; así como el frío
clasicismo, nacido para apagar todo entusiasmo y convertir la
imaginación en discurso, ha entendido mal muchas veces la razón de
la poesía, y sobre todo la belleza. Y clásicos, pero clásicos
pobrísimos fueron todos estos dogmáticos maestros que se han
atrevido a juzgar de lo que ni aun conocer podían si cabía o no en
sus contadas reglas y leyes procrústicas. Ningún poeta griego
fue clásico del modo que aquí entendemos esta palabra, en las
grandes épocas de su literatura, porque ni padecieron el yugo
infeliz de la imitación, ni se ajustaron a las formas arrugadas del
didactismo (que no existía), ni se educaron en el servilismo de
costumbres enemigas de la marcha libre y generosa del entendimiento.
Aristóteles mismo no hubiese criado verdaderos clásicos; su poética
no es lo que después han sido las de sus intérpretes y sucesores.
Pues bien, unos tiempos por unas causas, otros por otras, en
todos ha habido hombres engañados por la falsa razón que seguían o
por el gusto dominante, que han alabado o condenado con error, y
aun a cuenta de otros muchos de ellos a quienes miraban como
oráculos, como legisladores inspirados e infalibles.
Rara
presunción es por otra parte en jueces tan bastardos, quiero decir,
en hombres que hemos venido tantos siglos después, con opiniones,
leyes, costumbres, religión, filosofía, ciencias y artes, gusto y
letras tan del todo diferentes, querer entender, conocer y juzgar a
los griegos mejor que los antiguos inmediatos a ellos; que un
Quintiliano por ejemplo, que tan bien los conocía; y hallar en ellos
defectos reales y absolutos que él ni otros no hallaron, y
compararlos mejor con los latinos, que los comparó él mismo siendo
latino y no pudiendo dejar de inclinar siempre a favor de los suyos,
como inclina efectivamente.
El citado colector italiano de las
obras maestras del teatro antiguo y moderno, dice que si el Hipólito
de Eurípides es menos célebre que el Edipo Rey de Sófocles, tiene
menores y más raros defectos contra la razón y buen sentido. Mas
esos defectos en el Edipo son los que hemos examinado, y ya vimos en
qué han venido a parar. Los del Hipólito, según el mismo colector
son: 1.° Prevenir en un prólogo que pone en boca de Venus lo que ha
de suceder en la tragedia, privando así al espectador del gusto de
la novedad. 2.° Fedra en un largo impertinente sermón lleno de
máximas morales descubre a su aya la criminal pasión a su amado en
presencia del coro, que era de mujeres, debiéndolas llenar de
escándalo. Porque aunque del coro no podían prescindir los
dramáticos griegos, pero como la revelación y consulta es a la aya
con quien vivía y podía habérsele descubierto a
solas en
cualquiera parte retirada de casa, es esa una impropiedad y una
imprudencia muy ofensivas. Lo que no tiene a bien notar del todo el
colector italiano. 3.° Hipólito inmoralísimamente, y solo por
lograr una frase meditada y sentenciosa, puesto que después se
muestra tan fiel al juramento, dice: Ha jurado mi lengua, no mi
mente.
4.° El vituperio tan cargado de las mujeres, cuando en
los nueve versos primeros había dicho bastante, y haciéndole mucha
ventaja en esta escena el trágico latino, como lo advierte con razón
el mismo crítico. Y aun hay otros defecto; leves todos ellos
(para mí) respecto de la hermosa composición del drama, pero que
comparados con los supuestos del Edipo todavía son algo.
Después
de hablar de los soñados defectos contra la razón y el buen sentido
que este colector cree hallar en el Edipo, y de declarar superior el
Hipólito, pasa a comparar esta tragedia con la francesa, y dice que
no se puede negar la preferencia a la Fedra de Racine. De modo que
según él, la Fedra es superior al Hipólito, y el Hipólito al
Edipo, viniéndose casi a concluir que la celebrada obra de
Sófocles, el gran modelo de la tragedia griega, no debe pasar de
regular y mediana. Pero ya hemos visto que los defectos del Edipo son
verdaderamente imaginarios, y que solo faltando el uso de la razón y
el buen sentido, se puede creer que lo sean. Vamos a Racine y
Eurípides.
Dice que no se puede negar la preferencia de la Fedra
por la continua elegancia del estilo, que en todo obra (añade)
aumenta el interés y el placer. Aquí tenemos otro que habla de
elegancia y no la encuentra en los poetas griegos: y ¡en Eurípides
que cuidó tanto de ella! ¿Quieren que se lo concedamos? pues
concedido. Ningún poeta griego supo de elegancia, y Eurípides será
como todos. Pero concedemos esto bajo la suposición de que este
trágico no es elegante en comparación de Racine.
La poca poesía
de la lengua francesa obliga a los escritores de esta nación al
cuidado de un esmero particular en la expresión de los conceptos; lo
que se conoce más cuando traducen. Y ese cuidado y esa expresión
parecía al italiano una elegancia que no alcanza Eurípides. De
manera que según él la entendía, por mucho más elegante debía
tener la traducción de las Geórgicas de Delille, que el
original de Virgilio, porque hay la misma diferencia que en la
elegancia de Racine y la de Eurípides.
Los griegos son más
naturales, más sencillos, y su lengua noble y poética por
excelencia entre todas, los libraba de una prolijidad que ni requería
ni admite. Pero eso no quiere decir que en sus obras no haya igual o
mayor elegancia, sino que esta en cada lengua tiene diferentes
causas, gusto y modos. Y como la francesa es tan pobre de poesía
natural, para disimular esta falta hay que buscar en la expresión un
remilgo y afeite que desdice en otras, en la latina, v. gr. en la
nuestra, y en la griega especialmente.
La mezquindad y
rastrerismo de aquella necesita modos más exquisitos de decir las
cosas, perífrases más estudiadas, expresión más recargada,
almidonada y compuesta.
Y repito, que cuando se pruebe que
Delille en las Geórgicas es más elegante que Virgilio, admitiré yo
la comparación y ventaja de Racine con Eurípides. Y eso que Racine
con ser el poeta francés más elegante, sabe escribir de un modo,
que sus mejores trozos casi son tan sencillos en la expresión, como
pudieran ser en cualquiera otra lengua. Sobre todo en la Atalia, su
mejor obra.
Al fin el mismo colector lo quiere enderezar todo
diciendo, que Eurípides es menos exacto que Racine, pero más
original; menos suave, pero más grande, y tan animado y más vivo de
color: que si la Fedra empeña más el corazón, el Hipólito
arrebata el espíritu hasta el éxtasi o asombro (persino al
rapimento).
Una pregunta por último. ¿Ya se guardan en la Fedra
las costumbres y carácter en estilo, pensamientos y lenguaje de las
personas y de los tiempos?
Y hemos concluido. Quizá en
algunas partes habré hablado con demasiada franqueza, y en otras
parecerá que me he extendido más de lo que otros hubieran hecho.
Pero aquello era ya necesario para acabarnos de entender pura y
limpiamente en una disputa que solo por preocupación y falta de
inteligencia en las lenguas hacen durar tantos críticos intrusos
como se han metido a juzgar obras que no podían leer. En cuanto a lo
segundo, creo que no era posible decir tanto en menos palabras; y
decirlo también era necesario para quitar errores de estos estudios
y del de la historia.
El lector ha visto que hay cuestiones y
puntos en que por no examinar la verdad y dando entero crédito a
autores que la disimularon, se tenía el error por opinión
corriente, y se halla y repite en todos los libros. Por tanto ha sido
preciso acudir a los hechos para argüir la mala fe o reparar el
descuido de los que así nos engañaban; pero procurando ser en todo
muy breve.
De Homero, el poeta gigante de todos los siglos y
edades del mundo literario, he dicho mucho menos de lo que hubieran
leído con gusto los aficionados a esta literatura.
No he
analizado ninguna obra, contentándome con poner el plan de tres o
cuatro, y esto para lo que afirmaba de ellas o de sus autores. No he
dado nada a la imaginación, aunque no han faltado ocasiones en que
apenas se contenía: ni al gusto de filosofar donde me ha sucedido lo
mismo.
En una palabra, he reducido cuanto me ha sido posible y
como se vio las noticias históricas, y más aun las observaciones,
absteniéndome de entrar en el común y dilatado campo de las
doctrinas por respeto a muchos lectores que no las necesitarán, y a
otros que acaso no se conformarían con las mías. De modo que si
todavía pareciese largo este tratado, que para mí es la mayor falta
que puede tener un libro, no hallaría qué quitar, y confieso que no
sé hacer más ni en las materias ni en el estilo. Hay desahogos
permitidos; hay rasgos de lucimiento; hay reflexiones muy gustosas
para el que escribe; de todo me he abstenido porque nada de eso
hubiera dado más luz a la exposición, ni más fuerza a mis
opiniones, conformándome con los que dicen que los libros muy
voluminosos, hablando generalmente, los componen escritores vanos y
los aprueban lectores necios.