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lunes, 26 de abril de 2021

Apéndice. Críticas falsas, incompetentes, Homero, Hesíodo, Píndaro, Sófocles, Eurípides

Apéndice.

Críticas falsas e incompetentes de Homero, Hesíodo, Píndaro, Sófocles y Eurípides.

“Los más dicen de ellos cosas tan disparatadas, que no sé como se atrevieron a escribirlas”, dije en la primera edición y repito ahora aquí para introducción a esta segunda parte de mi juicio de estos grandes ingenios. Fácil me será defenderlos: aunque no se me podrá preguntar con admiración: ¿et quis vituperat? Pues los vituperan tantos, que hasta a los literatillos de mantillas ha llegado ya el atrevimiento. Nombres respetables tomaremos, pero es más respetable la razón, y contra ella a nadie vemos grande.
La Ilíada, dice Voltaire (y lo cito con preferencia a otros porque es popular su nombre y se lee mucho el tratado donde lo escribe); “Cuando leí a Homero (en las traducciones, (debió añadir) y vi las faltas groseras que justifican a sus críticos, y aquellas bellezas mayores todavía que sus faltas, no pude creer desde luego (y vaya la sabida vulgaridad), que un mismo poeta hubiese compuesto todos los cantos de la Ilíada. Porque no sé de autor alguno entre los latinos ni entre los nuestros que haya caído tan bajo después de haberse remontado tan alto.... El gran mérito de Homero consiste en haber sido un pintor sublime. Inferior de mucho a Virgilio en todo lo demás, le es superior en esta parte.” (1)

(1) Comparando a Ercilla con Homero en los discursos que ponen en boca de los ancianos consejeros al principio de sus poemas, da la ventaja al de Ercilla y también con tan poca razón como se va a ver y con una inadvertencia que pocos o ningún crítico hubiera padecido por rudo que fuese. ¿Qué se proponía Ercilla? Que Colocolo templase la irritación de aquellos jóvenes guerreros y los aviniese a una condición pacífica para bien de todos; y a no lograrlo, no hubiera habido guerra, no hubiera habido Araucana. Y ¿qué se proponía Homero? Que Nestor no calmase a Aquiles y Agamemnon, pues de lo contrario no sucedieran las desgracias y males que de ahí vinieron; no hubiera Ilíada. Ambos poetas pues hicieron hablar a sus ancianos como debían. Y si de elocuencia se quiere tratar, llévese el discurso de Colocolo y otros al lib. 9.° de la Ilíada, y compárelos quien quiera con los de Ulises, Fénix, y del mismo Aquiles.

¿Qué ha de pensar de Homero un lector que se guíe por estos oráculos? Porque hay otros críticos tan vanos como este que poco más o menos en otros términos han venido a decir lo mismo. Pero ni Voltaire ni los demás que así hablan han hecho ver nunca esas faltas groseras, ni han señalado las caídas tan bajas que da en la Ilíada. Ni tampoco ha probado Voltaire que Virgilio sea superior a Homero en todo, menos en las pinturas y descripciones. ¿Qué dirían, no ya los griegos, sino los mismos latinos si esto oyesen?
Qué diria Quintiliano y cuantos examinaron y compararon ambos poemas? Lo que me parece que harían es soltar una larga y estrepitosa carcajada. ¿Es posible que Longino, el mejor y más fino crítico de la antigüedad, que encontraba caídas en Sófocles y en Píndaro, y cosas pueriles en Heródoto y en otros escritores cultísimos si lo son Platón y Jenofonte, no encontrase caídas ni voces bajas en Homero, y hayan de encontrarlas unos hombres que sobre ser extraños al gusto nacional y a las costumbres que describe, aun leerlo no podían en su lengua, porque nunca la supieron o no pasaron de sus rudimentos? Fallas, sí, encuentra en Homero, como en Demóstenes y otros, pero no dice cuales sean. Y además añade que todas juntas no montan la milésima parte de sus bellezas. Y en cuanto a las caídas, por lo menos dice que en la Ilíada siempre marcha a paso igual sin descanso ni fatiga.
No señala pues el épico-crítico francés con todo su arrojo las faltas groseras ni las grandes caídas que supone a Homero en la Ilíada. Y por tanto no podemos defender de otro modo al gran poeta. Ni tampoco prueba en qué cosas o por qué le es superior Virgilio en la Eneida, si no lo queremos tomar del modo general que lo dice. Quintiliano lo más que se atreve a decir es que hay más igualdad y más esmero en Virgilio, y que con esto pueden acaso compensar los latinos (acaso) la grande inferioridad en que están de dotes más eminentes, cediendo a aquella celestial e inmortal naturaleza e ingenio (de Homero). Con algo se habían de consolar en su pobreza, y no había otra cosa. Pero las mismas palabras de Quintiliano, la grande inferioridad, por el uno, y llamado celestial e inmortal al ingenio del otro, y viniendo a parar al cuidado y al paso igual y llano de Virgilio (porque así ha de entenderse aquí la igualdad), están diciendo lo que va del griego al latino y son la mejor definición de su poesía. Y aun esa igualdad no es tanta que no padezca sus quebrantos. Y su mayor esmero es simplemente el cuidado de la frase poética, o sea de la elegancia; como si esta faltase en Homero.
No obstante dese a esa igualdad y esmero toda la fuerza y significado que se quiera: si eso no tuviese la poesía de Virgilio ¿qué tendría? Sin este mérito ¿cuál otro reconocería la estimación tan constante y siempre una de la posteridad? Pero no le faltan a Homero, vuelvo a decir, ni le es inferior, sino que el espíritu y la lengua son otros, y por consiguiente debe serlo su elegancia. Veleyo Patérculo historiador célebre, hombre distinguido y cónsul en el reinado de Tiberio, dice: “Vino el clarísimo ingenio de Homero, máximo sin ejemplo, que por la grandeza de su obra y el fulgor de su poesía mereció exclusivamente entre todos el nombre de poeta, siendo lo más admirable que ni antes hubo a quien imitase ni después quien pudiese imitarle.”
Con todo se dice y repite mucho esta proposición, que por su aire y donosura se ve que es de algún humanista muy pagado de sus medios estudios; “El poeta que mejores cosas y mejor dichas tiene es Virgilio.” Quizá sería más fácil probarlo de Horacio, y después, de Ovidio. Pero no disputando por los latinos, si aquí se comprenden también los griegos ¿cómo se ordenará el examen para este juicio?
Y en cuanto al testimonio o estimación tan constante de la que llamamos posteridad, se debe advertir que mientras hubo griegos en el mundo, Homero fue el gran poeta; que mientras hubo latinos que así pudieron llamarse, lo fue también para ellos con el mismo crédito, la misma veneración, la misma popularidad y la misma gloria; y que solo cuando acabaron unos y otros, comenzó Virgilio a serlo; es decir, en esta nueva posteridad cortada en sus orígenes, manca en su autoridad y preocupada en sus estudios y opiniones. ¿Cómo para una posteridad que solo de oídas le conoce sería Homero el gran poeta, el poeta de las citas, de los testimonios, del gusto, de la sabiduría y de los oráculos?
Mas ya antes había dicho Horacio aquello de Quandoque bonus dormitat Homerus. Y con esto muchos se arrojan a decir (sin otra razón) que Homero es desigual y que tiene defectos. Muy respetable es para mí la autoridad del hombre de mejor gusto que tuvo la lengua latina, y al mismo tiempo tan gran poeta como fue Horacio. Pero no dijo si es en la Ilíada o en la Odisea donde el buen Homero dormita. ¿Se servirán decírnoslo y probarlo estos novísimos críticos?
Es cierto que las primeras veces que se lee a Homero, como dice Pope y me pasó a mí y lo observé antes de verlo en Pope, parece insulso, y aun áspero, y hasta poco poético; pero esta falta no está en su poesía, sino en nosotros; y al paso que uno se perfecciona en el griego, y lee a unos y a otros, y adelanta y domina la lengua se encuentra a Homero lo que es, a saber, el primero, el mejor y más grande poeta que ha habido en el mundo, apareciendo aquella celestial e inmortal naturaleza que todos los antiguos le reconocen con Quintiliano. Porque una ha de ser su elegancia, otra la de un poeta bucólico. ¡Elegancia!' ¡Y en la lengua griega! Se necesita mucho tiempo, mucho leer sus poetas y demás escritores, y llegar a leerlos con la fácil y natural inteligencia que se leen los de la lengua propia o muy poco menos, y tener un gusto muy fino para sentir la elegancia, para verla y conocerla en lo que se lee, y juzgar un autor en si y comparativamente con otros, y más con los de otras lenguas.
El mismo (Voltaire) en unas redondillas sobre los poetas épicos dice de Homero que está lleno de bellezas y de defectos (siempre lo mismo); y que es grande hablador como todos sus héroes. A lo primero ya hemos contestado. A lo segundo diremos que si es defecto en Homero, lo es también en todos los poetas griegos. Era el genio de la nación, y ninguno está exento de este defecto (si lo es), aun el severo Esquilo. ¿Qué? ¿tan poco habladores son los héroes del teatro francés, aun en las tragedias del mismo Voltaire?
También dicen que da risa ver como obran alguna vez los dioses de la Ilíada, y que enfada la repetición de los mandatos con las mismas palabras que se dieron. Pero de los dioses eso era lo que se creía; era la opinión, la fé, la religión, y aun la gloria de aquellos pueblos, cuyos fundadores eran los mismos dioses o sus hijos: y a los cuales fuera de la inmortalidad, en lo demás les daban las mismas pasiones, flaquezas y miserias que a los hombres; no siendo absurdo para nadie, que justa o injustamente se apasionasen a las personas y a las familias, unos por unas, otros por otras; y que esto produjese contiendas, odios, parcialidades, intrigas y competencias en su cielo ú olimpo (1). (1) Con todo, el final del lib. 4.° de la Ilíada no me gusta; pero lo único en todo el poema. Ya sé que hay quien no lo cree de Homero: yo no me atrevo a decir nada.

Virgilio encontró el mundo más adelantado, y pudo hacer obrar a los dioses con más dignidad; pero también más inútilmente. Porque yo no puedo admitir ninguna alegoría en las acciones que les atribuye el poeta, acciones muy humanas y ejecutadas por motivos y fines actuales, y por la opinión y empeño de cada uno según el partido o bandera que seguían. No niego que haya alguna alegoría en la grande y revuelta fábula de los dioses, pues veo que algunos poetas entendieron tal vez por los nombres y destinos de ellos los elementos y su acción y fuerza; pero esto de un modo muy general y sin que pueda aplicarse a lo que Homero les hace decir y hacer en sus poemas. Únicamente me parece que habrá algún símbolo en ciertas imágenes; y aun no en muchas. Lo que es sistemas regulares de física o de astronomía como algunos han creído o querido ver a la fuerza en los Argonautas, en las Dionisíacas y en otros poemas, creo que sin una preocupación muy fuerte no pueden imaginarse. Y en cuanto a la repetición literal de los mandatos, era costumbre y gusto de los antiguos. En la milicia, y de oficio también en las cosas civiles, aun se conserva el uso de repetir literalmente las órdenes y comunicaciones.
En la redondilla de Virgilio dice que adorna mejor la razón (que Homero), y que tiene más arte e igual armonía. Pero ¿en qué adorna mejor la razón? ¿Cuál es la razón en Homero, y cuál en Virgilio? ¿Cuál la común y poética en ambos? Porque algo hay que decir sobre esto aunque no lo parezca.
El lenguaje de Virgilio (dice otro poeta francés) es más puro que el de Homero, su lira más docta y hermosea todo lo que este inventa. Como si comparasen a Virgilio con Enio ú otro semejante. Cualquiera pensaría al oírlos, que Homero, dejándole su invención y sus batallas, en lo demás es un bárbaro. Ellos son, sí, ellos los bárbaros. a lo menos supiesen respetar el testimonio de quien lo podía dar con autoridad y derecho. Aristóteles celebra a Homero por sus pensamientos y por la belleza de su estilo poético, declarándolo (declárandolo) en lo uno y lo otro el más aventajado de todos los poetas griegos. ¡Y unos hombres que ni aun leerlo sabían, se atreven a tratarlo de tosco y rudo en el lenguaje!
En cuanto al arte pues, sería para mí un trastorno completo de las leyes de esa razón o verdad natural aplicada a la poesía, el que se hallase más arte en la Eneida que en la Ilíada; ni aun tanto, ni una mínima parte en las esenciales. Porque ¿en qué consiste el arte?
Yo creo que consiste: 1.° en el plan general del poema. 2.° En saber colocar los episodios donde parezcan nacidos, necesarios, y descansen al lector sin hacerle olvidar el asunto principal y la serie de hechos fundamentales. 3.° En hacer saber al lector lo que precedió a la acción e importa saberse, de un modo natural y disimulado, y sin intención demasiadamente advertida, si es posible. 4.° En el enlace de los sucesos con que se explica y procede la acción hasta su término. 5.° En dar su lugar y dignidad a los personajes y pintar su carácter con rasgos propios y de acción, y no a modo de definiciones, sino rara vez y solo como razón de aquellos.
6.° En entender el interés de la acción, y de las personas, y dirigir aquel y realzar este de un modo conveniente para el fin de la empresa y para el efecto en el propósito y estado de todos. Lo demás como variedad de accidentes, riqueza en las descripciones, magnificencia en el estilo, naturalidad y otras cosas, se suponen.
Homero pues siempre y en todo es admirable; y Virgilio apenas se puede decir que es el arte lo que le guía, sino el pensamiento de imitar y seguir a Homero, como si desconfiase de si mismo, cuya timidez y cuidado le perjudicaron mucho teniéndole embargada la imaginación y privándolo de la libertad que necesitaba.
Porque Tétis hace fabricar a Vulcano unas armas famosas para Aquiles, también Venus se las ha de hacer fabricar para Eneas, sin reparar que Aquiles había perdido las suyas, dejándolas a su infeliz amigo Pátroclo, y Eneas las tenía buenas y nuevas. Porque Aquiles celebra juegos fúnebres en honor de Pátroclo y después de vencido y muerto Héctor, el gran defensor de Troya y terror y espanto de los griegos; también Eneas los ha de celebrar en honor de Anquises, venga o no venga a cuento, y estén e no motivados naturalmente, y hayan de ser o no recibidos del lector con deseo como descanso, como diversión episódica de la narración general de los hechos que constituyen la acción del poema. Así es que de los seis libros primeros, los cuatro y casi los cinco son episódicos. ¿Y esto es arte? Porque en la Odisea cuenta Ulises su navegación, la ha de contar Eneas también, no distinguiendo la naturaleza de uno y otro poema y confundiendo la acción con los episodios, o lo dramático y lo épico, y sobrando para relación episódica el libro de la toma de Troya; y más en la ocasión que se hace que era después de cenar, después de largo beber, muy adelantada la noche, y debiéndose todos caer de sueño. Al contrario que en la Odisea, donde se advierte que era temprano. Porque Ulises evoca, pero con motivo y necesidad, el alma del adivino Tiresias, y de paso las de los principales héroes, y describe las penas de los grandes condenados del Tártaro; también Eneas ha de bajar al infierno sin qué ni para qué, por más que el poeta quiera hablar de una necesidad, que no hay absolutamente, de consultar a su padre Anquises (para nada). Que la descripción de todo esto sea más filosófica en la Eneida, eso lo debió Virgilio a Platón y a otros: aunque siendo suya la ocurrencia de presentar y enumerar las almas destinadas a aquellos futuros tan famosos romanos. Y no diré para disminuir su mérito, que también lo debió al dogma de la metempsícosis tan posterior a Homero, o no admitido en su tiempo; ni que le costase poco esfuerzo el pensar en aplicarlo a sus romanos, porque eso no le quita el ser cosa muy feliz y divinamente imaginada. No así el celebrado silencio de Dido con Eneas, que es imitado del de Casandra en Esquilo. (Agamemnon). La aparición de Venus a Eneas en la playa africana y envolverlo en una nube (también sin necesidad) para llevarlo al palacio de Dido, es copiado del libro 7.°, de la Odisea. El episodio de Niso y Eurialo es tomado en su idea, y aun el consejo de los cabos o próceres troyanos durante la noche, del lib. 10 de la Ilíada; pasando la imprudencia afectadamente cometida de tener ausente a Eneas tan largo tiempo y como solo para dar lugar a este episodio. El sublime libro segundo (de la Eneida) en el que dice Voltaire porque quiere decirlo y al uso ligero de su temeridad, que hay más arte y más bellezas que en toda la Ilíada (y esto se ha escrito!), es tomado casi palabra por palabra, según Macrobio, a un excelente poeta griego llamado Pisandro cuya obra no nos ha llegado; cosa (dice) que saben hasta los niños (1).
(1) Un crítico francés de principios de este siglo dice que lo del caballo de madera (*Durateo) donde se encerraron los griegos para entrar en Troya, todo es invención de Virgilio. Este buen hombre no solo no había leído la Odisea (que tenía traducida a su lengua) en cuyo libro 8.° hubiera encontrado lo del caballo; sino que ni aun a Macrobio, siendo un latinista y creyéndose alguien en el mundo literario.

Pues el celebrado libro 4.° excepto la muerte de Dido y sus sublimes alusiones a las futuras guerras entre Cartago (Cártago) y Roma, también es imitado del 3.° de Apolonio de Rodas, y en su original no todos los hombres de gusto preferirán la Dido del latino a la Medea del griego. El carácter de Dido es más épico, y debía serlo porque lo requería la índole del poema; pero Medea es más tierna y amable; enamorada, sí, pero tímida, como doncella, y pensando siempre en su honor y en lo qué dirá la fama de ella por salirse de la casa de sus padres y seguir a un estrangero, y ya antes por favorecerle en su empresa, aunque siempre sin abandonar su honestidad.
Pasando ahora a otras partes, ¿qué es Eneas en Italia? Un casi raptor de princesas, como lo han notado todos los críticos; pero tan odioso y aborrecido, que su suegra futura se desespera y ahorca. Y no contento aun el poeta con esto, que luego había de contarnos, tiene la imprudencia de enternecernos al principio del libro último a favor de Turno y sus buenos esperados suegros, y aun de la misma princesa Lavinia que vierte un río de lágrimas al ver el peligro de su amante y prometido esposo. Y no se dirá para defender al poeta que esto era histórico, porque ni lo era con todas esas circunstancias, ni aunque lo fuese, estaba el poeta obligado a seguir la historia o tradición para hacer
odioso a su héroe, cuando después de leer la Ilíada a nadie se aborrece, aun a Helena. Lo mismo que para presentarnos una maravilla, convertir las naves de Eneas en Ninfas.
Ahora bien, si esto es arte, si todo esto es arte, dejando otras cosas menos importantes, confieso que he perdido el uso de la razón, o no es una misma para todos. Con los solos defectos que el mismo Voltaire le nota en su capítulo, se puede concluir lo mismo o no mucho menos. ¿Cómo pues dice que tiene más arte que Homero? Y aun por si acaso, concluye exclamando: “¡Ay del que le imitase (a Homero) en la economía (plan y distribución) del poema! ¡Dichoso del que supiese pintar como él los detalles! Y en otra parte, olvidándose de esto, dice que el Tasso ha pintado lo que Homero bosquejaba: con otras ligerezas, contradicciones y disparates muy propias de su carácter y de quien no sabe ni repara en lo que dice. El plan de la Ilíada lo tiene el lector al principio de nuestra segunda parte; véalo, y busque después en ningún poema antiguo ni moderno una economía más juiciosa y natural; más perfecta y bien seguida (1).
(1) El Tasso... Pero no lo juzguemos. Notaré solamente que también imitó de Homero entre otras cosas el apartar a su héroe del campo (¡y de qué manera!) solo por imitarlo; y lo de Príamo y Helena en la torre del muro como se dijo, aunque omitiendo (porque allí no tenía esto lugar) el efecto que la aparición de la hermosa Argiva causó en los ancianos, cuya parte sirve de asunto al bellísimo romance nuestro: Desde una soberbia torre. Y no sé por qué el autor no añadió por final lo que aquellos dijeron: “Pero así y todo que se vuelva en las naves y no nos deje destruidos para siempre a nosotros y a nuestros hijos.”

Para cosas menudas veremos a Macrobio. Entretiénese este crítico en apuntar lo que Virgilio ha tomado a los griegos, y más a Homero que a ninguno. Y aun tiene la curiosidad de comparar los dos poetas en los lugares más especiales, dividiéndolos en tres clases: una de los en que Virgilio le es superior; otra de los en que solo pudo igualarle; y otra de los en que se queda inferior: los primeros son nueve, los segundos otros tantos, los terceros más de veinte. Pero siendo un imitador, un competidor a cara descubierta, y cada imitación un desafío, en ninguna debió quedar inferior; en una sola era mengua que lo fuese; y lo fue casi en todas! Al contrario de nuestro Garcilaso, que imitando lo más delicado y fino de Virgilio casi siempre lo mejora. Pues, ¿y el tan ponderado esmero? ¿Y su más docta lira? y el hermosear cuanto aquel inventa? Y esto un latino es quien lo dice, no un griego, y latino muy apasionado a Virgilio, pasándole más de sesenta otras imitaciones que nota y no compara.
El mismo Macrobio cita una imitación de Píndaro en el libro tercero de la Eneida (tomándolo de A. Gelio como otras muchas cosas) cuando se pone a describir el monte Etna, en la cual Virgilio es aun más hinchado que Lucano, perdiéndose la verdad y fácil grandeza del lírico. Así como es igualmente de ver lo que dice el citado Gelio (lib. X, capítulo IX) de la tan admirada comparación de Dido con Diana, copiada del lib. VI de la Odisea. Pero basta.

En los poemas de Homero se enseña con la mayor verdad, naturalidad y eficacia, y como dogmas santos, antiguos, racionales y necesarios el poder y eternidad de los dioses, su providencia, el respeto que se les debe; la justicia entre los hombres, el amor de la patria, la hospitalidad y la humanidad. ¿Qué se enseña en la Eneida? Algo de eso, pero no todo ni del modo natural y propio que en aquellos. Hay sí, más sentencias y tono dogmático en Virgilio, porque era ya ese el gusto y la afectación de su tiempo con los estudios filosóficos y la autoridad y moda de las escuelas; pero no más verdaderos pensamientos, más verdaderas ideas, ni tan naturales como en Homero, siempre lleno el lector de admiración, y no acabando de creer lo que ve, pareciéndole imposible que en aquella antigüedad fuese un hombre capaz de tanta sabiduría y de un discurso tan noble y culto. Cualquiera al pensar en tiempos tan remotos se figura que todo en sus poetas, después de la grandeza del ingenio, ha de ser rudeza, grosería, ignorancia, porque cree que solo eso había en la sociedad; que no se conocían las artes; que la civilización no había aun comenzado, y este error da calladamente una ventaja inmensa, una invencible preferencia a los que vinieron en siglos muy posteriores y después de tantos estudios, letras y adelantos en todo como el de Augusto. Pero nos engañamos: las artes florecían, la civilización, aunque diferente de la nuestra, y más cerca de la naturaleza las costumbres y la vida, contenía todo lo que se infiere del comercio de que nos hablan, de la hermosa y humana costumbre-ley del hospedaje que tan religiosamente se guardaba, de la riqueza y primor de las labores que nos describen, lo mismo en trajes que en edificios; de las justas poéticas sobre todo que tan de uso eran en las fiestas de bodas y exequias de los príncipes. Así es (juntando aquí los siglos de aquellos pueblos) que a la finura, gracia, delicadeza y amabilidad de los poetas griegos en los pensamientos y en la expresión, nadie ha llegado hasta ahora, aun en nuestros siglos y lenguas modernas. Y Homero, con la diferencia del carácter propio del género, es el más aventajado de todos como declara Aristóteles. El que lo dude compárelos, y para las artes véase la descripción del escudo de Aquiles (lib. 18) y los palacios de Alcínoo (7.° de la Odisea), entre otros muchos lugares. Y Hesíodo confirmará lo mismo.
Se dirá acaso que Virgilio no limó su poema y por eso lo mandó quemar. No se trata de lo que hubiera sido o podido ser, sino de lo que es. Y eso mismo arguye grandes imperfecciones, aunque nosotros no las conociésemos. Bien pudieran haber tenido esto presente los Escalígeros y otros para no proclamar perfecta y divina una obra que su autor mandó echar al fuego como indigna de la posteridad. No le obedecieron sus albaceas, e hicieron bien, porque aun condenada así por su autor, y con todo lo que hemos dicho tiene bellezas que hubiera sido lástima perder, y algunas originales. Bien pudieron encargar todos los poetas épicos latinos a sus poemas lo que encarga Estacio a su Tebaida:
Nec tu divinam Aeneida tenta,
Sed longe sequere et vestigia semper adora.
Pero los latinos. Lo que es Virgilio pensando en Homero, aun dijo más a su Eneida, juzgándola digna del fuego.
Lo de Propercio: Cedite romani scriptores, &c. fue entusiasmo de la fama que se dio al poema por las primeras muestras que se vieron. ¿Y después? Ya no se dijo más nada; ya no se repitió eso; ya callaron todos. Aun la expresión nescio quid majus fue por depronto una vanidad, aunque hija de aquel entusiasmo. Porque además del mérito puramente poético de que ya se ha hablado, Homero cantó para todos los pueblos griegos, para todas las naciones que algo eran y fueron siempre en las tres partes del mundo, creciendo así su grandeza inmensamente; y Virgilio se redujo al interés y nombre de un solo pueblo, y pueblo (para eso) encerrado en los muros de su única ciudad, y casi en los salones de su capitolio.

Hesíodo. Las Obras y los Días. Nadie disputa a Virgilio el primer lugar como poeta didáctico, ningún poeta se le ha acercado, todos han quedado de él a una distancia inmensa. Pero es el caso que Hesíodo apenas puede ser considerado como poeta didáctico: su poema es moral, como dijimos. Las Obras y los Días son una exhortación poética a la virtud, a la religión, al trabajo, que compuso para su hermano. Y porque los dos eran labradores y pastores, y el hermano había creído o querido ser otra cosa para acabar muy aprisa con su patrimonio, Hesíodo lo amonesta y da consejos, y le recomienda la agricultura y la navegación para ganar la vida; y como era natural describe algunas partes de ellas, pero volviendo al fin del poema y sin olvidarlo en todo él, a su objeto principal y continuo de exhortarle a la virtud y a la aplicación al trabajo. Bien dice Virgilio que canta por los pueblos romanos los versos del poeta de Ascra; pero es porque ningún otro había tan antiguo ni tan digno de ser citado que hubiese dicho algo de los campos, aunque los hubo que adrede trataron de agricultura y geoponia. Y en él mismo concepto hablan de él Aristófanes, Manilio y otros. Si se quiere insistir en comparar los dos poetas, habrá de ser mirando a cada uno en su respectivo propósito, en cuyo caso hay que fundar de nuevo la comparación porque así aun no se ha hecho. Pero dice Escalígero que un solo verso de las Geórgicas de Virgilio vale más que todas juntas las obras de Hesíodo. Con esto ya ¿quién se atreverá a pensar en el griego? Y repita cuanto quiera el ya citado Veleyo: “Contemporáneo de este (el rey Carano) fue Hesíodo, poeta elegantísimo y famoso por la suavísima dulzura de sus versos, hombre muy amigo de la paz y de la quietud, y así como cercano a Homero en el tiempo, así también próximo a él en el mérito de su poesía.” (1)
(1) Escalígero destina el lib. V de su Poética a la comparación de los poetas griegos y latinos; y al fin lo que viene a dejar bien probado es que había perdido el tino con su ceguedad y fanatismo. Porque disparates como el de poner en una balanza un solo verso de Virgilio con todas las obras de Hesíodo, son muchos los que dice, y no como hipérboles o meras exageraciones, sino como juicios serios y verdaderos. Y aun con mal humor pensando que acaso no se le recibirían. Lo adivinó, fue profeta. Hasta Quevedo hubo de pensar en él en sus Zahurdas por idólatra de Virgilio y falso crítico de Homero.

Han dicho algunos latinos que los griegos necesitan tres poetas para oponer a uno solo de ellos: que Virgilio sale al honor de la victoria con Homero, con Hesíodo y con Teócrito. Pero con Homero ya hemos visto a qué puede aspirar: con Hesíodo no tiene lugar la comparación; y con Teócrito aun quedará peor que con Homero si no es imposible.
También se ha querido comparar la Teogonía de Hesíodo a las Metamórfosis de Ovidio, y también se saca una ventaja inmensa a favor del latino. ¡Qué prurito de comparaciones! Pero esos dos poemas se vienen a parecer como el Génesis y la Ilíada o el Quijote. La generación de los dioses y héroes es lo que contiene la Teogonía: ¿es esto ni cosa que se le parezca lo que contienen las Metamórfosis? Que ambos poetas comiencen por el origen del mundo, y aun cada uno de su manera, nada dice a la comparación, pues uno y otro tenían que poner ese principio a sus poemas. Así es que Ovidio toma a Hesíodo las Edades, pero no de la Teogonía donde no vinieran a cuento, sino de las Obras y los Días. Si una idea hallada en dos obras bastase para darles una misma naturaleza, el Coran podría ser el Evangelio, una oda de Anacreonte los trenos de Jeremías, y un romance de Góngora las Meditaciones del P. Granada.

Píndaro. En una oda a la emperatriz de Rusia dice Voltaire: “Sal de la tumba, divino Píndaro, tú que en otro tiempo celebraste los caballos de algunos particulares de Corinto o de Megara, y poseíste el talento de hablar mucho y no decir nada: tú que modulaste doctamente versos que nadie entiende y todos por fuerza han de alabar siempre; olvida tus triunfadorcillos de Elide y toma otro asunto menos insípido.” (1)
(1) Casualidad será sin duda, que en todo Píndaro no haya un vencedor natural de Megara. Pero fuerza del consonante. Poco importa a la verdad este reparo: pero aun importaban menos otros que Voltaire hizo y le dieron ocasión para burlarse de hombres como Boileau, por ejemplo.

Aquí si no fuera que el tono es festivo, se podría decir que hay tantas ignorancias como proposiciones. Primero confiesa que no entiende a Píndaro. Lo sabíamos, aunque él no lo dijese. Ahora eso de que nadie lo entienda, ya es otra cosa. Lo de hablar mucho sin decir nada tiene respuesta en Quintiliano (que entendía muy bien a Píndaro), cuando poniéndole el primero de los líricos griegos por la magnificencia de su espíritu, por sus sentencias y figuras, añade también por la felicísima abundancia de cosas y de palabras, y ser como un río de elocuencia. Nadie hasta Voltaire había dicho que fuese escaso de ideas, pues cabalmente es riquísimo en ellas. Pero hombres como los Perraults y los Voltaires no podían hacer otra cosa que aturdirse, quedar a oscuras y encogerse de hombros en las traducciones serviles y rastreras donde lo leían.
El no juzgar de importancia alguna los juegos públicos generales de los griegos es no saber lo que eran. Y si en Voltaire no se puede suponer esta ignorancia, es prescindir y desentenderse de la verdad. Eran aquellos juegos lo más grande y solemne que tenían las naciones griegas: lo más magnífico, ruidoso y célebre que había en sus costumbres; y los vencedores en ellos, especialmente los de Olimpia, eran mirados como unos pequeños dioses en su felicidad. ¿Por qué todo esto? dirá alguno. Porque era; porque son hechos; porque era ese el gusto, la afición, la opinión y la educación de los griegos. Juegos en fin a donde concurrían los príncipes nacionales y extranjeros, los filósofos con toda su austeridad, los ingenios más distinguidos en todas las bellas artes, y cuantos griegos de los continentes y de las islas podían hacer el viaje sin sentir mucho los gastos que ocasionaba. Si nuestras costumbres son otras, si otro nuestro gusto, nuestra afición y nuestras opiniones acerca de la gloria y de la felicidad, eso no quita que en aquellas naciones fuese lo que acabamos de decir; lo que era, en una palabra.
Otros han dicho que en algunos coros de Sófocles y Eurípides hay tanta sublimidad como en las odas de Píndaro sin su extravagancia. Las dos partes de esta proposición son falsas. 1.° La sublimidad de aquellos coros es más bien de situación, como debe ser; es decir, de la situación dramática, del estado actual de las personas. 2.° Esos coros, aun los más celebrados de sublimes o elegantes, son coros y no más, no forman odas quiero decir, porque les falla la unidad y la marcha de la oda: rasgos líricos, admirables algunos de ellos, sí, pero en fin no son odas. Por consiguiente no hay comparación. 3.° La extravagancia tan censurada de Píndaro (apartarse de su asunto y objeto) no es tanta como se pondera ni siempre que lo parece. Porque o habla de los ascendientes de sus héroes (como se dijo), o son alusiones a hechos de los mismos mayores, o cita acontecimientos de sus pueblos; o celebra la religión y culto de que más se precian en su país; o trae la historia de los fundadores de sus ciudades; siendo algunas cosas de estas poco sabidas. Añádase a esto que siempre se dice todo muy poéticamente; y de aquí la supuesta extravagancia y la temida oscuridad de sus odas; la cual todavía se aumenta para ojos de mala vista con las comparaciones que tal vez se encuentran sin advertirnos que lo sean, sin nota o conjunción que las una materialmente con el objeto del poema. Estas bellezas se ocultan a lectores vulgares, no al que sea capaz de comprender la grandeza y sublimidad de la poesía lírica y se haga cargo de lo que podían hacer los poetas griegos en los elogios de aquellos vencedores.

Sófocles. Los dos Edipos. El célebre Metastasio hablando de los trágicos dice del Edipo Coloneo: “Esta tragedia para interesar necesita espectadores o lectores atenienses antiguos, o aquellos envidiables sabios modernos que aseguran saben trasladarse a aquellos felices siglos en que se creía que la posesión del cadáver de un mendigo vagamundo constituiría la seguridad de un estado. Edipo ciego y escuálido, conducido por su hija Antígone tan andrajosa como él, ocupa la escena...”
No, señor lírico, no se necesita ser un ateniense antiguo, ni de esos envidiables sabios, sino ser hombre y saber sentir: o no haber perdido el juicio. Edipo no era un mendigo de la calle, de los que van de establo en establo, de taberna en taberna, sin haber conocido otro estado ni tenido respeto ni dignidad alguna en el mundo; ¡era un rey destronado! Era un príncipe ilustre y glorioso que venciendo a la Esfinge, libró a Tébas de su horrenda tiranía y mereció la mano de la reina viuda y ocupar con ella el trono de aquel reino. Por desgracias muy fatales se halló con que había muerto a su padre y casádose con su propia madre, que era aquella misma reina viuda: y ahora, destronado, desterrado, ciego, mendigo, y conducido de la mano por una hija de su involuntario incesto, busca para morir el sitio que le han destinado los oráculos. Y un rey tan célebre y conocido, y una princesa que pudo esperar un trono en la Grecia, tan noble, tan virtuosa, y que con una resignación heroica guía a su pobre desvalido padre cuidando de él en tan miserable y abatida fortuna; dos personas, digo, como estas, ¿no debían interesar en el teatro?
¿Qué otras pues habrá habido en el mundo que pudieran interesar más que ellas? O se ha acabado la humanidad; ha muerto la sensibilidad en el corazón humano!
Pues lo de la posesión de su cadáver era también anuncio de los oráculos, y los griegos no los despreciaban. Y todavía los dioses confirmaron sus anteriores anuncios y dieron a la muerte de Edipo toda la importancia y grandeza que tenía, asistiendo a ella, esto es, abriendo el cielo con majestuosos truenos y relámpagos.
Con que ¿qué diremos de la crítica del lírico italiano?
¡Qué inicuos son los hombres! Entre los cristianos hemos visto que para recibir y obsequiar la menor reliquia del cuerpo de un héroe (de un santo) que acaso fue un verdadero mendigo, se han celebrado ocho días de fiesta en una ciudad, y han acudido a ellas mil otras ciudades y pueblos. Tan religión era pues lo que hacían los griegos con sus semidioses; y en ellos habrá de ser absurdo! Y la suerte, y los oráculos, y la majestad de la muerte de un héroe como Edipo, todo ello ha de ser lo que se le antoja a un poeta cortesano del siglo XVIII, que tal vez tenía mareada la cabeza de música y adulaciones! Y aun esto lo decimos pensando hacerle favor, porque a no delirar ¿cómo pudiera haber dicho semejantes bajezas y desatinos? Represéntese el Edipo Rey un día en nuestros teatros, y al siguiente represéntese el Coloneo, y se verá si gusta aun a espectadores europeos modernos.
Bien de otro modo piensa un docto anotador alemán (Schaéfer: Schäfer) que a boca llena da al Edipo Coloneo el título de tragedia divina, y la cree la mejor de nuestro poeta.
Y dejando a otros su gusto, el mío es del todo conforme al del alemán. Siempre el Edipo Coloneo me ha parecido la obra maestra de Sófocles, y la tragedia más hermosa y sublime que se ha compuesto desde Esquilo hasta el último dramático de nuestros días. La sublimidad de Sakepear (Shakespeare) tiene otro carácter y es de otro gusto.
Generalmente se da la preferencia al Edipo Rey y se mira como el gran modelo del teatro griego. Esto consiste en la naturaleza del asunto y en la situación de Yocasta y Edipo, madre e hijo, y esposa y esposo al mismo tiempo, sobresaltados y amenazados de los oráculos, inocentes y recelosos de si mismos, llenos uno y otro de agitación, de temores y ansiedad, y el espectador con ellos, porque es caso que todos comprenden y cada uno se explica a si mismo.
No es fácil decidir en cuál de las dos tragedias hay más arte. Pero en el Edipo Rey el asunto estaba dado todo por la historia, y solo faltaba arreglarlo al teatro; y en el Coloneo hubo de inventarse todo, fuera del sitio de la muerte del héroe, una vez supuesto o sabido.
El Edipo Rey ha sido imitada o más bien repetida en todas las lenguas, y en todas estas imitaciones ha perdido harto. No obstante los mismos autores de tantas infelices tragedias le saben hallar unos defectos de tanto bulto, que parece quieran persuadirnos o que esta vale muy poco, o que las suyas valen mucho. No me pararé a notar los defectos en que han incurrido los imitadores de Sófocles, porque no me toca; léase no más el prólogo de la española para todas las anteriores, y para ella búsquese un medio de apagar o de suspender el ansia, el vivo deseo de ver en qué para aquella funesta averiguación que es el alma, el interés, el arte y todo el mérito esencial de la composición; y el que lo halle, véala representar o léala si puede. Y todo por poner el desenlace o catástrofe más cerca del fin material del drama. Pero ya que esto se quería, ¿no se halló más arte que enviar a descansar a Edipo y a dormir a todos?
Mejor entendida y mejor dispuesta está la latina. Así no la echase a perder la hinchazón y mal gusto de aquel siglo.
Todos los defectos que a la griega se le notan, o son muy ligeros, o en partes de muy poca o ninguna importancia: y aun no lo son todos los que se califican de tales. Como entre otros, el suponerse que Edipo ignorase o pregunte quién fue su antecesor o cómo se llamaba. Pero es el caso que ni lo ignoraba ni lo pregunta. Lo que pregunta es de qué crimen manda el oráculo purgar la ciudad para que cese la peste, y cómo saber de su autor. A lo cual responde Creonte: “Teníamos antes de ti por rey en esta ciudad a Laio....”, Y entonces Edipo le interrumpe diciendo: “Lo sé por haberlo oído, pues no le vi nunca.” También quisieran que desde luego hubiese Edipo creído a Tiresias, y que no sospechase de su cuñado Creonte. Y ¿por qué razón? porque se les antoja así, porque quieren. No me gusta el modo y términos en que se descomponen Edipo y Tiresias; pero ningún antiguo lo reprende. Y en cuanto a sospechar de su cuñado, ¿qué podía pensar Edipo, no creyendo, como no debía creerlo, y sí irritarse de la insolencia, lo que decía
Tiresias de ser él el matador de Laio, y convenir esto con lo que el cuñado traía del oráculo? Más seguro debía estar de su propia conciencia que de la fidelidad del adivino y del hermano de la reina, que pudo fingir el oráculo. Y así lo entendió el trágico latino, aunque raye un poco en impiedad, haciendo decir a Edipo en estos valientes y hermosos versos:
Curas revolvit animus et repetit metus:
Obisse nostro Laium scelere autumant
Superi inferique; sed animus contra innocens,
Sibique melius quám dîs notus negat.

También hacen cargo a Sófocles de suponer que Edipo no pensó en averiguar y castigar la muerte de Laio, por interesarle (dicen) como rey y ser causa común de todos los reyes. Pero Edipo joven y glorioso, adorado y casi deificado por aquel pueblo, feliz con una esposa amable y con un reino floreciente, y sobre todo sin las ideas de la majestad real que tenemos nosotros, no podía pensar naturalmente sino en su felicidad y en el gobierno del pueblo. Y suponerlo así no solo es regular, sino histórico; y uno y otro era para el poeta. De modo que si hay falta, no está en él, sino en la historia, en la misma verdad, en la fatalidad de los hechos; y nada de esto podía mudar el poeta ni le convenía: y siendo además la voz común que a Laio le habían muerto unos bandoleros ¿qué podía hacer nadie? Mucho se reiría Aristóteles si oyera desatinar así a estos críticos de la última edad y de noticias tan corrompidas. Más justo y advertido que ellos el trágico latino (así en esto como en otras muchas cosas) pone esa reflexión en boca del mismo Edipo como pesándole y echando de ver el yerro que a su parecer había cometido de no pensar en castigar la muerte del rey difunto. Pero esta reflexión en el latino se debe al régimen y nuevas opiniones que en Roma habían sucedido a las antiguas. Así como en los modernos puede ser juntamente con eso una adulación disimulada. Con todo manifiesta Edipo en Sófocles que extraña no se hubiese pensado en castigar la muerte de Laio, procurando saber de los agresores: y esto bastaba para no merecer el poeta la reconvención que se le quiere hacer. Esa averiguación debió ser en su tiempo, y no cuando era ya imposible: y entonces, dice Creonte, que hubieron de pensar en el trabajo presente en que los tenía la esfinge, y no en un hecho dificultoso y en que ninguna luz podía guiarlos. Y aquí los defectos, los sensibles e imperdonables defectos de la obra maestra del teatro griego. ¿Qué son todos ellos? El lector lo ve; ligereza, inadvertencia de sus críticos. De mayor cuenta (aunque esos lo fueran) son ciertamente los que el autor de la nueva Poética española encuentra en la Atalia de Racine, en aquella tragedia que los franceses no dudan llamar la obra del ingenio humano, porque son impropiedades esenciales en la composición, aunque obligadas de la ley de la unidad de lugar, entendida con todo el rigor o melindre clásico.

Eurípides. El Hipólito. Cada nación tiene su gusto. Uno es el de los franceses, otro el de los españoles, otro el de cada una. Y por más que todos profesan seguir a la razón, esa razón se vuelve también española, francesa, inglesa, italiana, de todas las naciones.
Y aun no solo eso. En unos tiempos domina un gusta, en otros otro. En el siglo pasado dominó el gusto francés en España e Italia, y los críticos de estas naciones todo lo miraban con vidrios de pasión francesa en los ojos. Y si no era pasión, era su gusto adoptado, el gusto de moda francesa, y pareciéndoles a todos (por su preocupación) fundado en la naturaleza de las cosas.
De estos fueron el abate Andrés y un colector de que luego hablaremos. Ambos prefieren la Fedra de Racine al Hipólito de Eurípides, y ambos sin ninguna razón que de oír sea. Y el primero prefiere llanamente la Eneida a la Ilíada y la Odisea juntas. Hacía bien; la Eneida la podía entender, y la Ilíada y la Odisea eran para él libros cerrados. El gusto de este autor además se inferirá de lo que dice tratando de los líricos españoles, pues declara que no hablará de Herrera y otros (como poetas de menos cuenta) y recomienda como los mejores líricos nuestros a Garcilaso y los Argensolas. Bueno es Garcilaso, y buenos, muy buenos los Argensolas; pero quien no hace mérito de Herrera como lírico, reserve para si lo que piense y no pida autoridad como crítico, porque nada significará que prefiera un nombre a otro, una obra a otra.
No es culpa mía hablar así de hombres de alguna reputación en la república de las letras; ellos se la tienen. ¿Por qué escribían? Pero en efecto, sus juicios, tanto de los modernos como de los antiguos, y más sus fallos al compararlos, deben ser para todo hombre sensato y de gusto e inteligencia, lo que para aquel que tenga muy fino el oído una orquesta de música destemplada, o de instrumentos absurdamente concertados (1).
(1) Y esto sin volver la vista a lo que publicó, aunque poco, en España antes de la expulsión, para causar envidia al mismo Campazas. Mucho se corrigió en Italia, pero del todo no pudo ya purgarse de aquel mal gusto.

Mientras duró el furor romántico se despreciaba a los grandes poetas y escritores que en cada nación han ilustrado el siglo de sus mayores glorias literarias, y los juicios críticos se resentían del calor y alboroto de los espíritus; así como el frío clasicismo, nacido para apagar todo entusiasmo y convertir la imaginación en discurso, ha entendido mal muchas veces la razón de la poesía, y sobre todo la belleza. Y clásicos, pero clásicos pobrísimos fueron todos estos dogmáticos maestros que se han atrevido a juzgar de lo que ni aun conocer podían si cabía o no en sus contadas reglas y leyes procrústicas. Ningún poeta griego fue clásico del modo que aquí entendemos esta palabra, en las grandes épocas de su literatura, porque ni padecieron el yugo infeliz de la imitación, ni se ajustaron a las formas arrugadas del didactismo (que no existía), ni se educaron en el servilismo de costumbres enemigas de la marcha libre y generosa del entendimiento. Aristóteles mismo no hubiese criado verdaderos clásicos; su poética no es lo que después han sido las de sus intérpretes y sucesores.
Pues bien, unos tiempos por unas causas, otros por otras, en todos ha habido hombres engañados por la falsa razón que seguían o por el gusto dominante, que han alabado o condenado con error, y aun a cuenta de otros muchos de ellos a quienes miraban como oráculos, como legisladores inspirados e infalibles.
Rara presunción es por otra parte en jueces tan bastardos, quiero decir, en hombres que hemos venido tantos siglos después, con opiniones, leyes, costumbres, religión, filosofía, ciencias y artes, gusto y letras tan del todo diferentes, querer entender, conocer y juzgar a los griegos mejor que los antiguos inmediatos a ellos; que un Quintiliano por ejemplo, que tan bien los conocía; y hallar en ellos defectos reales y absolutos que él ni otros no hallaron, y compararlos mejor con los latinos, que los comparó él mismo siendo latino y no pudiendo dejar de inclinar siempre a favor de los suyos, como inclina efectivamente.
El citado colector italiano de las obras maestras del teatro antiguo y moderno, dice que si el Hipólito de Eurípides es menos célebre que el Edipo Rey de Sófocles, tiene menores y más raros defectos contra la razón y buen sentido. Mas esos defectos en el Edipo son los que hemos examinado, y ya vimos en qué han venido a parar. Los del Hipólito, según el mismo colector son: 1.° Prevenir en un prólogo que pone en boca de Venus lo que ha de suceder en la tragedia, privando así al espectador del gusto de la novedad. 2.° Fedra en un largo impertinente sermón lleno de máximas morales descubre a su aya la criminal pasión a su amado en presencia del coro, que era de mujeres, debiéndolas llenar de escándalo. Porque aunque del coro no podían prescindir los dramáticos griegos, pero como la revelación y consulta es a la aya con quien vivía y podía habérsele descubierto a
solas en cualquiera parte retirada de casa, es esa una impropiedad y una imprudencia muy ofensivas. Lo que no tiene a bien notar del todo el colector italiano. 3.° Hipólito inmoralísimamente, y solo por lograr una frase meditada y sentenciosa, puesto que después se muestra tan fiel al juramento, dice: Ha jurado mi lengua, no mi mente.
4.° El vituperio tan cargado de las mujeres, cuando en los nueve versos primeros había dicho bastante, y haciéndole mucha ventaja en esta escena el trágico latino, como lo advierte con razón el mismo crítico. Y aun hay otros defecto; leves todos ellos (para mí) respecto de la hermosa composición del drama, pero que comparados con los supuestos del Edipo todavía son algo.
Después de hablar de los soñados defectos contra la razón y el buen sentido que este colector cree hallar en el Edipo, y de declarar superior el Hipólito, pasa a comparar esta tragedia con la francesa, y dice que no se puede negar la preferencia a la Fedra de Racine. De modo que según él, la Fedra es superior al Hipólito, y el Hipólito al Edipo, viniéndose casi a concluir que la celebrada obra de Sófocles, el gran modelo de la tragedia griega, no debe pasar de regular y mediana. Pero ya hemos visto que los defectos del Edipo son verdaderamente imaginarios, y que solo faltando el uso de la razón y el buen sentido, se puede creer que lo sean. Vamos a Racine y Eurípides.
Dice que no se puede negar la preferencia de la Fedra por la continua elegancia del estilo, que en todo obra (añade) aumenta el interés y el placer. Aquí tenemos otro que habla de elegancia y no la encuentra en los poetas griegos: y ¡en Eurípides que cuidó tanto de ella! ¿Quieren que se lo concedamos? pues concedido. Ningún poeta griego supo de elegancia, y Eurípides será como todos. Pero concedemos esto bajo la suposición de que este trágico no es elegante en comparación de Racine.
La poca poesía de la lengua francesa obliga a los escritores de esta nación al cuidado de un esmero particular en la expresión de los conceptos; lo que se conoce más cuando traducen. Y ese cuidado y esa expresión parecía al italiano una elegancia que no alcanza Eurípides. De manera que según él la entendía, por mucho más elegante debía tener la traducción de las Geórgicas de Delille, que el original de Virgilio, porque hay la misma diferencia que en la elegancia de Racine y la de Eurípides.
Los griegos son más naturales, más sencillos, y su lengua noble y poética por excelencia entre todas, los libraba de una prolijidad que ni requería ni admite. Pero eso no quiere decir que en sus obras no haya igual o mayor elegancia, sino que esta en cada lengua tiene diferentes causas, gusto y modos. Y como la francesa es tan pobre de poesía natural, para disimular esta falta hay que buscar en la expresión un remilgo y afeite que desdice en otras, en la latina, v. gr. en la nuestra, y en la griega especialmente.
La mezquindad y rastrerismo de aquella necesita modos más exquisitos de decir las cosas, perífrases más estudiadas, expresión más recargada, almidonada y compuesta.
Y repito, que cuando se pruebe que Delille en las Geórgicas es más elegante que Virgilio, admitiré yo la comparación y ventaja de Racine con Eurípides. Y eso que Racine con ser el poeta francés más elegante, sabe escribir de un modo, que sus mejores trozos casi son tan sencillos en la expresión, como pudieran ser en cualquiera otra lengua. Sobre todo en la Atalia, su mejor obra.
Al fin el mismo colector lo quiere enderezar todo diciendo, que Eurípides es menos exacto que Racine, pero más original; menos suave, pero más grande, y tan animado y más vivo de color: que si la Fedra empeña más el corazón, el Hipólito arrebata el espíritu hasta el éxtasi o asombro (persino al rapimento).
Una pregunta por último. ¿Ya se guardan en la Fedra las costumbres y carácter en estilo, pensamientos y lenguaje de las personas y de los tiempos?

Y hemos concluido. Quizá en algunas partes habré hablado con demasiada franqueza, y en otras parecerá que me he extendido más de lo que otros hubieran hecho. Pero aquello era ya necesario para acabarnos de entender pura y limpiamente en una disputa que solo por preocupación y falta de inteligencia en las lenguas hacen durar tantos críticos intrusos como se han metido a juzgar obras que no podían leer. En cuanto a lo segundo, creo que no era posible decir tanto en menos palabras; y decirlo también era necesario para quitar errores de estos estudios y del de la historia.
El lector ha visto que hay cuestiones y puntos en que por no examinar la verdad y dando entero crédito a autores que la disimularon, se tenía el error por opinión corriente, y se halla y repite en todos los libros. Por tanto ha sido preciso acudir a los hechos para argüir la mala fe o reparar el descuido de los que así nos engañaban; pero procurando ser en todo muy breve.
De Homero, el poeta gigante de todos los siglos y edades del mundo literario, he dicho mucho menos de lo que hubieran leído con gusto los aficionados a esta literatura.
No he analizado ninguna obra, contentándome con poner el plan de tres o cuatro, y esto para lo que afirmaba de ellas o de sus autores. No he dado nada a la imaginación, aunque no han faltado ocasiones en que apenas se contenía: ni al gusto de filosofar donde me ha sucedido lo mismo.
En una palabra, he reducido cuanto me ha sido posible y como se vio las noticias históricas, y más aun las observaciones, absteniéndome de entrar en el común y dilatado campo de las doctrinas por respeto a muchos lectores que no las necesitarán, y a otros que acaso no se conformarían con las mías. De modo que si todavía pareciese largo este tratado, que para mí es la mayor falta que puede tener un libro, no hallaría qué quitar, y confieso que no sé hacer más ni en las materias ni en el estilo. Hay desahogos permitidos; hay rasgos de lucimiento; hay reflexiones muy gustosas para el que escribe; de todo me he abstenido porque nada de eso hubiera dado más luz a la exposición, ni más fuerza a mis opiniones, conformándome con los que dicen que los libros muy voluminosos, hablando generalmente, los componen escritores vanos y los aprueban lectores necios.

SEGUNDA PARTE. Juicio de las principales obras de la literatura griega.

SEGUNDA PARTE.

Juicio de las principales obras de la literatura griega.

No sé si lo que voy a decir será lo mismo que mil otros han dicho: pero sí aseguro que mi opinión es toda y solo mía, habiéndola formado con toda independencia en la lectura de las obras originales.
Los autores que aquí no se citan, quedan ya juzgados de paso en sus respectivos lugares de la primera parte.

HOMERO. La Ilíada. Es esta un poema de más de quince mil versos, y la epopeya más perfecta que se conoce; no en esta parte o aquella, sino en todas; no con una ventaja de corta distancia, sino muy larga, pareciendo las demás con esta casi pinos de niño comparados con los pasos y marcha de un gigante; el vuelo torpe o rastrero de una ave del campo, con el levantado, inmenso y magestuoso del águila. Si algunos han dicho otra cosa, no es por ninguna razón de las que han fingido y tal vez creído seguir; ha sido porque o no podían leer la Ilíada, o porque no llegaron a entender su perfección ni comprender su grandeza.
El objeto de la Ilíada no es cantar la guerra de Troya, sino lo que padecieron los griegos en el último año de ella por culpa de los reyes, haciéndose positivamente moral el fin del poeta, como dice Horacio (Ep. 2.I.)
El mismo poeta lo dice bien claro: “Canta, diosa, la ira funesta de Aquiles, hijo de Peleo, que causó infinitos males a los aquivos.” Pero por eso no deja de decirnos lo que pasó antes del grande y triste acontecimiento que toma para asunto, desde que los griegos estaban reunidos en Aulide, hasta el año noveno de la guerra que es en el que se pone. Y esto no con relaciones afectadamente prevenidas y tiradas, como otros épicos para dar sueño a sus lectores, pavonearse, hincharse de vanidad y lucir su talento relacionero, sino con un arte muy disimulado, ya en las arengas de sus héroes, ya en los consejos de los capitanes, ya en las genealogías; sin olvidarse de lo que había de suceder después, como la muerte de Aquiles y el fin de la guerra con la suerte de Andrómaca y su hijo, cuyos anuncios pone principalmente en boca de esta infeliz en sus llantos y de la afligida madre de aquel en las repetidas visitas que le hace.
Ahora pondremos la formación del poema por grados hasta su perfecta grandeza, donde se verá su plan y el orden advertidísimo de las partes.

Enojado Aquiles con Agamemnon, generalísimo de los griegos, se retira de los combates. Con esto los troyanos arrollan a los griegos y los obligan a meterse en sus naves. Aquiles por vengar la muerte de Pátroclo su amigo y compañero, vuelve al campo, hace un estrago horroroso en los troyanos, alcanza a Héctor, le mata, y quedando satisfecha su ira de todos modos, se acaba la Ilíada.
Crises, sacerdote de Apolo en Crisa, saqueada poco antes por los griegos, se presenta a los Atridas a rescatar una hija que le habían llevado cautiva y tenía Agamemnon en su servicio: niégasela este con mal modo y le amenaza: el sacerdote pide a su dios venganza de aquella injuria: es oído, y una peste destructora devora el ejército. Júntanse a consejo los príncipes, y sabida la causa de la ira de Apolo y el modo de aplacarlo, Aquiles obliga a Agamemnon a restituir la muchacha sin rescate y llevar al dios un sacrificio. Y se hace todo. Pero Agamemnon en desquite y venganza quita a Aquiles una cautiva a quien quería mucho, y este justamente ofendido se retira de la guerra y cuelga las armas. Saca Agamemnon el ejército a campaña: dánse muchas batallas: la victoria es dudosa; pero se declara Júpiter por los troyanos, y heridos gravemente los principales caudillos griegos, y todo en un estado desesperado, Agamemnon envía una embajada a Aquiles pidiéndole perdón y ofreciéndole la mano de una hija (que por cierto es Ifigenia) con muchas ciudades en dote, y devolviéndole intacta la cautiva. No cede Aquiles: pero permite a Pátroclo que tome y se ponga sus armas y salga con ellas a espantar a los troyanos que estaban ya pegando fuego a las naves, encargándole que logrado esto se retire. Mas él cebado en la batalla quiere hacer más y más riza; hasta que Héctor que también de pronto había sido arrastrado en la fuga, determina morir con gloria: y se para, y vuelve, y pelea con el falso Aquiles y le mata, apoderándose después de sus armas. Tétis pide a Vulcano una nueva armadura para su hijo: se la trae: perdona este a Agamemnon y se reconcilian solemnemente en junta de reyes y capitanes: sale entonces a vengar a su amigo, mata a Héctor y le arrastra muchas veces atado de su carro, y celebra unos famosos juegos fúnebres en honor de Pátroclo. El anciano Priamo por aviso y con la protección de los dioses va con dones a la tienda de Aquiles a rescatar el cadáver de su hijo: llévaselo a la ciudad, hacen llanto sobre él, dánle sepultura, y se acaba la Ilíada.
Al salir Agamemnon al campo con todo el ejército después de la disputa con Aquiles, pone el poeta (lib. 2.°) el catálogo de las naves, príncipes y pueblos que vinieron sobre Troya. Desafía Páris a Menelao a singular combate (lib. 3.°) para dirimir entre los dos la gran contienda de aquella guerra. Príamo con los ancianos de su consejo estaba en una torre mirando los ejércitos: llega allí Helena, la llama a su lado y le pregunta de los capitanes que veía descollar entre todos; ella se los nombra y le describe el carácter de cada uno. Avísanle en tanto que baje al campo a dar autoridad al pacto entre los dos campeones rivales; baja y se retira: pelean aquellos, y es vencido Páris, Vénus le salva y arrebata al palacio; una flecha disparada contra Menelao mientras reclama el cumplimiento de lo pactado, hace romper a los dos ejércitos en una batalla general tan sangrienta y peligrosa, que en medio de ella en un momento de respiro donde él andaba, y de orden de Heleno (adivino) sube corriendo Héctor a la ciudad a decir a su madre y a su esposa que vayan a orar a Minerva y ofrecerle dones preciosos para que se apiade de los Troyanos: encuentra a Andrómaca en la calle (lib. 6.°) le da la orden, toma y besa a su hijo el niño Astianacte que una ama llevaba en brazos, se despide y vuelve a la batalla para no ver más a su esposa ni a su hijo, pues debe morir dentro de poco. Desafía a singular combate al que quiera salir de los príncipes griegos, (lib. 7.°), y piden este honor nueve de ellos: la suerte decide en favor de Ayax; pelean y se separan iguales. Siguen las batallas: el favor encontrado de los dioses: las ventajas de los troyanos: la embajada de Fénix, Ulises y Ayax a Aquiles, (lib. 9.°): el apuro de los griegos: la salida y muerte de Pátroclo, (lib. 16): y armado ya Aquiles de nuevo para salir al campo, ordena Júpiter a los dioses que bajen a tomar parte cada uno por los que favorecen, no sea que aquel penetre en la ciudad contra los decretos de los hados (en su ímpetu irresistible de ira y de venganza); y así proceda el orden fatal de los acontecimientos (lib. 20): y bajan y se mezclan en la pelea. Retirados los dioses, hace Aquiles un grande estrago en los troyanos, alcanza a Héctor y le mata, (lib. 22.): celebra las exequias de Pátroclo, (lib. 23); y Príamo, (lib. 24) rescata el cadáver de Héctor.
De aquí ya se debe leer el poema porque no cabe otra cosa.
El encuentro de Héctor y Andrómaca y la escena de su despedida forma el episodio más hermoso y tierno que jamás se ha imaginado. Pues aunque hay muchas batallas en la Ilíada, ya se ha visto que no todo es ferocidad y sangre. La embajada de los tres príncipes a Aquiles con sus discursos y la contestación que él da a cada uno: la muerte de Pátroclo y el sentimiento de Aquiles, con la visita que le hace su madre Tétis: la muerte de Héctor consultada antes por los dioses en el Olimpo: los bandos y combate de estos: los consejos de los capitanes en los conflictos que se ven; son bellezas de que solo Homero ha dado verdaderas muestras. Y al fin Príamo a los pies de Aquiles (ya que así suelen llamar aquella escena) es paso que en interés y sublimidad tampoco no tiene igual en ningún épico antiguo ni moderno.
Y aun hay otras cosas de igual belleza o poco menos. Pero ni estas, ni aquellas ni todas ni ninguna serían tan dignas de admiración ni gustarían tanto, si al leerlas no pareciese que se ven, no pareciese que son verdaderas, que nada hay fingido, que todos son hechos sucedidos tales cuales se leen, hasta las contiendas y locuras de los dioses. No es ilusión lo que trascuerda al lector, lo que le eleva y embebece; es la misma verdad, la misma realidad: ni ocurre nunca pensar que hay allí arte, invención, ficción ni propósito del poeta. Y esto que ningún otro ha sabido hacer levanta a Homero tan sobre todos, que bastaría para ganar la corona, aunque en lo demás no les llevase la misma inmensa ventaja. Su grandeza y sublimidad son naturales, no afectadas y de aparato o estudio prevenido, como en otros poetas que para sacar tonos recios y fuertes ahuecan la voz y la recuden con penoso esfuerzo; o hacen parada de un vigor que no tienen; otras veces llevan a su composición el pedantismo de las escuelas, o el gusto mal examinado de su tiempo. ¿Qué épico (después de Homero) está exento de estos defectos?
Pero no se ha de juzgar la Ilíada en las traducciones por buenas que sean. En toda otra lengua se pierde la ilusión, y hasta ofenden algunas cosas que en el original con su aire, lengua, tiempos y costumbres, nada tienen de bajas ni de pueriles.
Por lo que hace al asunto como digno de la epopeya, no le ofrecen tan propio las historias de todas las edades y pueblos conocidos. No me lo parecen ni las Cruzadas ni la toma de Granada, ni el descubrimiento y conquista del nuevo Mundo: y si son tan grandes, no son tan poéticos.

La Odisea. Entretenida, varia, amena, pacífica, gusta mucho como relación de las aventuras sucedidas a un príncipe que después de la ruina de Troya anda errante de mar en mar perseguido de la suerte, y no pudiendo nunca acertar con la dirección fija de su patria por la contradicción (contradicion) de algunos dioses, aunque protegido por otros; hasta que al fin y después de muchos trabajos llega a su deseada patria, mata a los insolentes galanes de su mujer, y es reconocido por esta.
La composición del poema es la siguiente:
Consejo de los dioses para tratar de la vuelta del héroe. Minerva tomando la figura de Mentes antiguo huésped de Ulises va a Itaca, aconseja e Telémaco que vaya a saber nuevas de su padre, se embarcan los dos y visitan las ciudades de Esparta, Pílos y otras donde ven a Menelao y Helena, y al bueno de Nestor; en lo que se emplean cuatro libros. En el 5.°, segundo consejo de los dioses para acordar la vuelta de Ulises; y envían a Mercurio a la isla de Calipso a intimar a esta le deje salir. Cúmplese la orden soberana. Ulises fabrica un barquichuelo, se mete en él, rómpeselo Neptuno y naufraga. Pero con la toca de la ninfa Ino sale a tierra y se encuentra en la isla de los feaces.
Bien recibido del rey Alcinoo y de la reina Arete les cuenta su navegación desde Troya, y le oyen las aventuras más extrañas que jamás han sucedido a hombre.
Circe, los lestrígones, Polifemo, las Sirenas, el sacrificio y aparición de los muertos, &c. Embarcan los feaces a Ulises para Itaca, llega y se va a una quinta suya.
Llega también por otro lado Telemaco, se conocen, conciertan el modo de acometer a los galanes de Penélope, los matan, y se acaba el poema.
No estoy preocupado ni me imponen los nombres.
Dos defectos he encontrado siempre en este plan; y aunque Clark y otros defienden al poeta, siempre he dicho y digo que son defectos. Los cuatro primeros libros no tienen conexión con los demás del poema, porque la unidad pedía que Telémaco encontrase a su padre antes de volver a Itaca: para encontrarle aquí era excusado haber salido; o pudo el poeta anunciar su viaje en pocos versos, y después hacer que se lo contase a su padre. Así es que como del primer consejo de los dioses no resulta nada para Ulises, aunque tenido únicamente para tratar de su vuelta, y luego entra la tan larga relación del viaje de Telémaco, hay que hacerles celebrar un segundo consejo con el mismo objeto: y es de donde procede la acción y comienza legítimamente el poema.
El segundo defecto es que desde el libro 13 en que Ulises llega a Itaca hasta el 21 en que se toma con los galanes, hay siete empleados en cosas que estrechándolas un poco podrían caber en dos y casi en uno.
Por lo demás el poeta es siempre Homero; y en el combate de Ulises (auxiliado de su hijo y dos criados) con los galanes en el gran patio del palacio, se piensa en las batallas más fogosas y mejor descritas de la Ilíada.
La mitología, las costumbres, el gusto y la poesía en ambos poemas son lo mismo: los tiempos verdaderamente poéticos, no conociéndose otra historia que la de la imaginación, todo tradiciones, y tan cerca el cielo de la tierra, los dioses de los hombres, y unos y otros de la naturaleza: nueva casi la sociedad civil, bien que no sin artes y primor en ellas, niños los pueblos, todo fenómeno para ellos, y solo hombres, y más grandes que los mismos dioses, los poetas que los cantaban.
Prescindiendo de la poesía, son los dos poemas de Homero y los de Hesíodo con los libros de Moisés, las únicas obras donde se ve lo que fue el mundo y la sociedad en aquellos primeros tiempos, obras de estudio y meditación para el filósofo y el legislador lo mismo que para el poeta.

HESÍODO. Las Obras y los Días. Este es un poema compuesto con el propósito de corregir a un hermano despilfarrado que consumió sus bienes en poco tiempo. De modo que más es moral que didáctico. Pero estuvo inspirado en él, y como buen poeta adorna
sus preceptos y máximas con fábulas ingeniosamente inventadas, y poéticamente descritas. Las edades de oro, de plata, &c. a Hesíodo las debió la poesía, sea o no el inventor de ellas; como igualmente la Eva gentílica, aquella hermosa y funesta Pandora. De ahí pasa naturalmente a hacer a su hermano algunas reflexiones acerca de la necesidad del trabajo, y con este motivo le habla de la agricultura y de la navegación como objetos únicos de la aplicación del hombre para proporcionarse lo necesario, ya que los dioses han retirado la espontánea producción de los frutos de la tierra. Y al fin nota los días faustos e infaustos para ciertas operaciones. En todo se muestra Hesíodo gran poeta cuanto lo admite la naturaleza del asunto: y con ocasión de hablar de las estaciones hace una larga y elegantísima descripción del invierno.
Es tan hermosa la parte moral de este poema, son tan divinas sus máximas, tan práctica y útil su doctrina, y las dos invenciones de las edades y de Pandora, que no se contentaban los griegos con leerlo, sino que lo hacían aprender de memoria a sus hijos.

PÍNDARO. El que crea de él otra cosa que lo que dice Horacio, no se ha formado una idea verdadera de su poesía. Pero en su lengua, no en otra. En su lengua todo parece bien; traducido, hay muchas cosas que ni se entienden ni les dice ninguna expresión de otro idioma, sea el que quiera.
Las más, casi todas sus odas arrebatan con la magnificencia y sublimidad de las imágenes, con la profundidad de las sentencias, con la energía de la expresión, con el encanto del estilo; que hasta el dialecto ayuda al embeleso y dulzura de su poesía. Ya se sabe que los griegos escribieron una (La 7.° olim.) con letras de oro en el templo de Minerva Selenea. Y aun tiene otras mejores, al menos para nosotros que no estamos en aquellas costumbres.
Lo que se ha dicho de su oscuridad no tiene otro fundamento que acudir el poeta a hechos y personajes no siempre conocidos. Muchas veces también omite las transiciones o enlaces materiales, y las formas de las comparaciones. Su extravagancia (apartarse de su objeto, olvidar su asunto) de suele serlo sino en la apariencia, pues habla o de los ascendientes de sus vencedores, o de sus ciudades, o de las costumbres y culto en ellas; o de otras cosas que les atañen. En la 4.° Pítica por ejemplo (que es la más larga, como que tiene 533 versos) se va a la expedición de los Argonautas, porque a su paso por Lemnos se juntaron con aquellas mujeres y nacieron así de ellas los mayores del vencedor Arcesilas príncipe de Cirene, cuya ciudad fundó Bato uno de ellos, anunciado todo o confirmados los antiguos oráculos por un discurso profético de Medea (a).
(a) Dos traducciones en verso tenemos de las Olim. De Píndaro; y aunque sus autores han hecho cuanto se podía, el que en ellas quiera conocer a Píndaro perderá el tiempo del todo. Homero se puede traducir y parecerá bien, bien traducido. Píndaro, nunca.

ANACREONTE. En el amor y el vino hace pensar su nombre, porque no cantó otra cosa; y en que es muy fácil, muy gracioso y delicado, y en que no ha tenido igual hasta ahora. Pero en medio de esta fiesta y juegos tiene odas muy morales que no lo parecen a primera vista. Sabio le llamaron los antiguos; y no lo entendían solamente del propósito de su vida, que atendida la oscuridad en que estaban del fin del hombre, él y ellos tenían razón.
Por la poesía, demas de la gracia, se distinguen entre todas sus odas la Cigarra, la Paloma, el Retrato de su querida, y alguna otra.

SAFO. De las dos odas que se conservan en la una suplica a Venus muy ahincadamente que venga a socorrerla en la nueva pasión que la domina: en la otra pinta y describe la turbación que le causa la presencia de la persona a quien amaba. Siempre es el corazón quien habla, y siempre con mucha verdad y con la expresión más sencilla y amable.

ESQUILO. (Trágicos) Este padre de la tragedia han dicho algunos que no solo presenta el arte en la rudeza de su infancia, sino que es tan oscuro que no se entiende. Y esto último también yo lo creí mucho tiempo y después de algunas pruebas de leer y querer entender sus tragedias. Al fin me aburrí y las dejé para siempre consolándome con lo que todos decían de su oscuridad. Pero adquirí ediciones más correctas, y ya esa dificultad se fue reduciendo de modo que algunas de ellas me llegaron a parecer casi tan fáciles como las de Eurípides. El Prometeo y los Siete sobre Tebas, y aun los Persas y Coéforas tienen ya pocos lugares corrompidos y no muchos oscuros. En el Agamemnon hay bastantes de unos y otros y quizá además cerca de cuatrocientos versos espúreos; entre ellos todo el principio hasta el coro. Y es que según dice Quintiliano se permitió después (cuando faltaron los buenos poetas) presentar a concurso sus tragedias añadiéndolas a la moda y gusto del tiempo.
Su estilo es grave, levantado, fuerte hasta con exceso, y por esto ya Aristófanes en las Ranas le hace echar en cara por Eurípides, que es vano y muchas veces ininteligible; y Sófocles dicen que le censuraba lo mismo. Los coros ocupan aun mucho lugar en sus tragedias; y como es donde más palabras y frases usa de su particular invención altas, hinchadas y estrepitosas, vienen a ser algunos ratos casi mero estruendo de voces, tomando tal vez las ideas de muy lejos y no presentándolas sino como en ligerísimos recuerdos o alusiones.
En algunas tragedias es tan escasa la acción, que apenas lo parece, reducida a una serie de cuadros que se suceden solamente, como en el Prometeo y los Persas. Haila y casi perfecta en el Agamemnon, más en las Coéforas, y también en las Euménides, pero en esta con un doble lugar de escena bastante impropio y violento. Se ha dicho que la tragedia más perfecta es los Siete sobre Tebas. a lo menos es la que más gusta con el Prometeo. Por lo demás no es tanta su rudeza; si no alcanzó la perfección del arte, lo puso muy en camino, y se lee con gusto aun al lado de los otros dos trágicos. Que dé mucho lugar a los coros no es extraño, siendo toda y solo canto la tragedia poco antes.
“Vulcano de orden de Júpiter y acompañado de la Fuerza y la Violencia enclava a Prometeo en las rocas del Cáucaso (de la Escitia Europea), y es la escena que abre el drama. Al estremecimiento de los martillazos acuden en coro las hijas del Océano y le preguntan de su desgracia. Acude luego el mismo Océano, a quien acaba de contar la historia y causas de aquel castigo, que es haber facilitado a los hombres el fuego y con él la invención de las artes y las letras o la escritura, y los pronósticos, El Océano le aconseja que se humille y no blasfeme de Júpiter; él sigue su propósito. Aparece allí la infeliz Io, y Prometeo le adivina su suerte y le anuncia el fin de sus trabajos. Viene Mercurio a saber de Prometeo qué hijo de Júpiter es el que dice que nacerá, lo librará a él y destronará a su padre; y no quiere decirlo; y profiriendo siempre las mismas blasfemias, sobreviene una tempestad, tiembla la tierra, cae un rayo y lo sepulta.”
Este es el Prometeo y el tipo de la tragedia de Esquilo en el carácter más general que le dio, que es el religioso; pero tomando la religión en sus nuevos dioses, fuertes y poderosos, señores del Olimpo y seguros de su imperio; y como nuevos, menos justos y humanos que vengativos y celosos; más cuidadosos de hacerse temer que amar, lo mismo de los hombres, que de los dioses antiguos a quienes han vencido, hijos de la Noche y de la Tierra y el Erebo; sin excluir el hado, la necesidad, a que dioses y hombres están sujetos, aunque no tanto que del todo excuse a estos en sus crímenes e imprudencias. La fatalidad no es absoluta.
En los Siete sobre Tebas se ve al soldado de Maratón (Maraton) y de Salamina: en el Prometeo es vivo y hermoso el diálogo, y dulcísimos de leer los trozos en que el
desgraciado humano Titán (Titan) refiere al Océano los beneficios que ha hecho a los hombres con la invención del fuego, de las artes y de la escritura.
En el Agamemnon es sublime sobre todo encarecimiento la escena en que Casandra llegando de Troya y después de un obstinado silencio a la repetida intimación de Clitemnestra (entrado ya el rey) que le manda bajar de la carroza y acomodarse a la suerte de esclava, se apea resueltamente luego que aquella desaparece, y agitada con la inspiración anuncia al coro en estilo enfático la muerte que están dando a Agamemnon y la que a ella espera al momento, con el castigo futuro de los dos adúlteros asesinos; y arrojando la corona y tocas de profetisa de Apolo se entra en el palacio a recibir la muerte que sabe le van a dar.
En las Euménides presentó un coro de 50 Furias de gesto y visión tan espantosa, que dicen se pasmaron de miedo los niños y malparieron algunas mujeres. El magistrado ordenó que se redujesen a quince las personas del coro de la tragedia, y se observó ya en adelante; aunque en la comedia fueron 24.
En los Siete sobre Tebas se ve ya el uso de los motes, divisas y figuras alusivas, pues las llevan algunos caudillos en los escudos; cuya invención se ha creído más moderna.

SÓFOCLES. El rey de la tragedia entre los antiguos, sin que ningún moderno le haya quitado la corona. Cicerón le llama hombre doctísimo y poeta divino.
Templó un poco el horror religioso de la tragedia de Esquilo: contó algo más con la acción libre del hombre; ordenó la composición o fábula con admirable talento: aumentó el interés por grados: sorprendió con los dos principales resortes del efecto dramático, la anagnórisis y la peripecia: alargó el diálogo y acortó la parte o papel del coro dejándole el lugar y la intervención que le corresponde: acomodó el estilo a esta grandeza más comprensible adornándolo al mismo tiempo sobriamente; y se vio el modelo más perfecto que en todos los siglos ha tenido la tragedia.
Además tiene el mérito (después de Homero en la epopeya) de haber inventado los más bellos caracteres dramáticos, no habiéndole tampoco igualado en esto ningún otro. Electra fuerte, constante, inflexible, implacable, pero sensible también, que al abrazar la urna que cree contener las cenizas de Orestes su esperanza y su sueño continuo, derrama un río de lágrimas y las arranca al espectador no menos abundantes. Antígone firme, religiosa, modesta, noble y resignada. Yocasta, Edipo (en Colono) y otros menos principales.
En el Filoctetes nada de trágico; y no obstante gusta mucho y parece verdadera tragedia, debiéndose todo al ingenio del autor; porque es asunto que quizá ningún otro poeta se hubiese atrevido a tomar, ni menos sabido arreglar al teatro.

Las Traquinias (muerte de Hércules) tiene trozos muy buenos, pero el todo nunca me ha gustado mucho. Y en el Ayax, aunque la he leído siempre con gusto, parece quiere haber así como una segunda o doble acción después de la muerte del héroe.

Eurípides. Más dioses y menos religión; más parte a las pasiones humanas; más filosofía manifiesta o de cátedra; mucha elegancia aunque estilo casi llano; bastante afectación de sentencias y discursos oratorios, con no gran cuidado en la composición y arreglo de sus dramas, es el carácter y el mérito de este trágico; menos elevado que los otros dos, más popular, más de la vida común (si se me permite decirlo) y por eso preferido vulgarmente a aquellos: si no es por su elegancia y artificio, como dice Quintiliano.
Mas no se crea que Eurípides es pequeño, todo reunido, bien puede poner su pedestal al lado de los de Esquilo y Sófocles y levantar su cabeza casi al igual de ellos. La Ifigenia en Aulide es tan perfecta en su composición como las que más lo son de su maestro; y poco menos la Medea y el Hipólito. En las Bacantes hay escenas que no tienen iguales: y el Ion, aunque a ratos un poco oscura y confusa en el plan y en la exposición (que es el defecto más común de Eurípides) enternece desde el principio, después hace temblar, y al fin viene una satisfacción tan deseada, que al día siguiente ya volvería uno a ver la tragedia. En la Hécuba hay casi dos acciones: pero es bellísima y muy propia para las
lecciones de cátedra.
En las Suplicantes, mientras el coro canta 35 versos líricos, y no con las repeticiones y gorjeos de nuestras óperas modernas, reúne Teseo el ejército en Atenas, sale a campaña, va con él a Tébas, da la batalla, vence, y viene un mensajero a dar la noticia al coro, y a poco se presenta el mismo Teseo. La Electra vale poco; la Helena, menos, y aun alguna otra puede ir con estas; no la Ifigenia en Tauride. Para muchos desenlaces fácilmente hace intervenir a los dioses: pero en la Alcestis, había que resucitarla y traer del otro mundo, y esto solo a un Dios era posible (Dignus vindice nodus).
a Esquilo en las Euménides le hemos notado un doble lugar en la escena: en el Orestes de Eurípides, que es el mismo asunto, se halla la misma impropiedad y la misma violencia.
Aristóteles dice que Eurípides es el más trágico de todos los poetas, creo que porque adopta generalmente finales infelices o sea terribles. Pero por las tragedias que de ellos nos quedan no podría haberlo distinguido en eso, pues también las tiene de desenlace feliz, como el Orestes, las dos Ifigenias y otras; y Sófocles y Esquilo tienen finales muy terribles. Longino dice que sabe pintar el amor y el terror, y no tanto otras pasiones.
Lo que nadie le ha disputado nunca es lo que hemos dicho al principio, a saber, que su poesía es fácil, dulce, templada, filosófica, y sus dramas gustosísimos de leer.
Muchos atenienses de los que en la desastrada guerra de Sicilia quedaron esclavos, recobraron su libertad por recitar a sus amos algunos trozos de sus tragedias; lo que debió causar a Eurípides mucha satisfacción, pues los libertados así que llegaron a Atenas corrieron a presentársele y decírselo (1).
(1) En las Fenisas, en la Electra y en la Helena que son sus dramas de menos mérito se encuentra todo lo que constituye el exaltado drama romántico de nuestros días; sus maravillas, sus asombros, sus pasmos afectados, la licencia de invención, &c. los rasgos que falten se encontrarán en otros del mismo autor, aunque no en los que más se han recomendado siempre. De modo que los poetas de nuestro tiempo que hubieren creído hacer algo en el arte con el alboroto del drama romántico no han inventado nada; salvo el denuedo (en algunos) de infamar villanamente a los muertos. a esto no llegó Eurípides, Fingió, sí, cosas muy singulares, extravagantes, absurdas, por hacer más que Esquilo y Sófocles, como se puede ver en las Electras, pues de los tres se ha conservado esta tragedia: pero aquel valor no lo tuvo.

HISTORIADORES. Voy a decir muy poco de ellos, dejando los términos y frases con que algunos hablan en nuestros días, y más cuando tratan de los filósofos, para quien guste de músicas sordas y de cuadros ciegos.
¿Me entenderán los jóvenes? ¿Entenderán o conocerán mejor después los autores de qué les hablo? ¿Necesitarán intérprete de mis lecciones? Pues esto es lo que me he propuesto, y lo que dice a mi genio y a la razón que siempre he seguido.

Heródoto es candoroso en las cosas y en el estilo.
Tucídides advertido, reflexivo, sentencioso, cortado, y hasta oscuro alguna vez de conciso, y también por modos o giros particulares de estudio e intención no usados de ningún otro.
Jenofonte, la misma elegancia y amabilidad, pero natural, no como Isócrates que se está acicalando y cargando de afeite a vista del lector o de los oyentes.
Dionisio de H. critica a Tucídides el método (divide su historia por campañas) y la afectación de antigüedad y de rapidez en el estilo. Pero mucho dice el hecho de Demóstenes que copió su historia ocho veces para formarse un estilo fuerte y enérgico, bien que corrigiendo su exceso, como advierte Longino. Y lo corrigió tanto, que en nada se parecen, aun dejando la diferencia del género.

En su lectura muy continuada me parece que Heródoto por su amenidad y acertado método no puede cansar a nadie: que la gravedad y tirantez de Tucídides pide algún descanso, y más siendo guerras civiles, que supongo leen todos con pesar, como a mí me sucede: y que la igualdad inalterable de Jenofonte llega al fin a dejar sentir la falta de movimientos apasionados, o sea de viveza. Como Heródoto, aun se puede escribir; como Jenofonte se escribirá también; como Tucídides quizá nadie ha escrito. Esto no es decir que lo tengo por el mejor escritor que ha habido, sino que sus imitadores o se han excedido, o no le han llegado. Salustio y nuestro Mendoza (por citar algunos) tienen otro carácter.
En cuanto a la autoridad, Heródoto no desechó ninguna tradición ni fábula, pero se distinguen y las distingue de la pura historia: Tucídides escribió la guerra que presenciaba y no hay testimonio de mayor verdad: y de Jenofonte se puede decir lo mismo, sino es en la Ciropedia donde adorna las cosas de Ciro para darnos en él (como dijimos) un príncipe perfecto en la paz y en la guerra, y hacernos sin duda amar el gobierno monárquico opuesto al turbulento y desconcertado de la república de Atenas. Dicen si quiso contraponer su obra en esta idea a la República de Platón. Puede ser: en cuyo caso es de creer que Aristóteles opuso a los dos su Política.
Se ha dicho que la historia de Heródoto es una epopeya en prosa por el plan de ella y el método de la exposición. El propósito (y de aquí el plan) es escribir las guerras de los griegos con los bárbaros, comenzando en las antiguas y semifabulosas como causas, y acabando en la victoria general y completa de aquellos. Y así como va procediendo y encontrándose con otros pueblos y naciones pone sumariamente la historia de todos en digresiones oportunas refiriendo los hechos más notables y dando noticia de sus costumbres políticas y religiosas, de su origen y progreso hasta el estado presente, siempre sin perder de vista el objeto principal que se propuso.
En cuanto a filosofía, Heródoto la deja toda al lector, pero sin apunte ni reflexión alguna: Tucídides la ofrece bastante clara, queriendo que el lector la vea: y Jenofonte la tomó por alma de todos sus escritos, pero práctica y embebida en los hechos.

ORADORES. Lisias. Tiene lo que dicen Cicerón y D. de Halicarnaso, que es finura y verdad en las pruebas, limpieza y claridad en los argumentos, y estilo muy sencillo y naturalísimamente ático: pero generalmente carece de afectos y de vehemencia. Sus mejores oraciones, que son las acusaciones de Eratóstenes uno de los Treinta, y de Agórato uno de los más viles delatores y servidores de aquellos tiranos, y en que el orador acusa y habla de su parte y de la justicia pública, tampoco no tienen el fuego de la pasión, aun la ira que el lector concibe por si mismo. La Fúnebre por los muertos en la guerra de Corinto dicen que está algo alterada; y si no hay en ella mucha elocuencia verdadera, hay retórica y elegancia, y gusta mucho a los jóvenes. Y aun tiene alguna otra que se lee con gusto. Ficker le nota no se qué afectación en el estilo que yo no le encuentro, y eso, que es lo que más me ofende.

Isócrates. Se atilda y repule tanto en el estilo, que alguna vez llega a parecer afectado, siempre con el compás y la regla en la mano para la medida, rotundidad, armonía y cadencia de los períodos, y gustando mucho de la antítesis, de la semejanza y desemejanza, de la correspondencia de compuestos, &c. De modo que cuando uno se ha dado a su lectura, ya casi al empezar un período como acabará lo mismo en las palabras que en el pensamiento: y no sin alguna razón dijo Dionisio de H. que el estilo de Lisias tiene gracia naturalmente, y que el de Isócrates quiere tenerla. Aunque él no lo hubiera creído según lo que se alaba y muestra engreído de su habilidad retórica, y esto en los mimos discursos.
Pero no se le desprecie: es también elocuente, y sobre todo ama la verdad y la justicia, quiere hacer a los hombres buenos, justos, y aborrece y detesta a los chalanes de los sofistas; es buen amigo, y patricio celosísimo, y su oración llamada Areopagítica es obra de tanto valor como patriotismo, pues propone en ella nada menos que la alteración de las leyes o constitución del estado, y volver a la de Solon con la reforma de Clístenes (acerca del número de tribus). Las que más se celebran son el Panegírico de Atenas, en cuya composición y lima empleó diez años, y según otros, quince; y el Panatenáico (que compuso a los 94 años de edad). a mí no son las que más me gustan, aquella por las impertinencias del exordio, sobre ser toda un mero alarde; esta porque viene a ser lo mismo, aunque en las dos hay trozos muy elocuentes; y tengo señaladas para mi gusto, por pompearse menos en ellas, la citada Areopagítica, la de la Paz, las dos en que anda el nombre de Nicocles y el Elogio de Evágoras: y en el género judicial la Acusación de Calímaco y alguna otra, y aun la Antídosis o permuta del patrimonio si no cansara de larga. La que dirige a Filipo de Macedonia exhortándole a que se componga con los griegos y poniéndose a su cabeza (bien diferente esto de lo que declamaba Demóstenes) piense en acometer a los bárbaros del Asia, es también muy patriótica y muy buena. a Nicocles le enseña cómo ha de gobernar, o sea las obligaciones de un rey; y en la segunda, que dijo el mismo Nicocles a los suyos, expone las razones porque deben los súbditos ser dóciles y obedientes a su príncipe. La dirigida a Demónico, a pesar de sus preceptillos, es la última de todas. Dicen que Nicocles por su oración le dio veinte talentos. Muy abundantes los tendría.

Iseo. Entre Lisias e Isócrates en el carácter de su elocuencia, y una como travesura que le hace sospechoso de menor amor a la verdad: concisión y arte, claridad, fuerza en los argumentos, facilidad y pureza iguales, ático si lo es alguno, y enérgico sin esfuerzo; digno en fin de ser y llamarse maestro de Demóstenes; todo, en cuanto lo sufre la pobreza o sequedad de los asuntos.

Esquines. Afluente, lleno, magnífico, noble, elevado, y lo que dice A. Gelio: Aeschines vel acerrimus prudentissimusque oratorum qui apud conciones atheniensium floruerunt. Por algunos años fue el primer orador de Atenas, y cuando abundaban tanto y los mejores que se habían oído. Sí no viniera Demóstenes, él fuera el gran modelo entre todos. Su felicidad en las ideas, la oportunidad en el discurso y la elegancia y la grandeza natural en la expresión, con una suavidad que apenas tiene otro ninguno, y la facilidad y la prudencia con que hablaba bien de cualquiera asunto, con tiempo o sin él, todo esto reunido le hizo dar el sobrenombre de divino, como dijimos en su vida, y llamar a sus tres oraciones las Tres Gracias.
Diga Dionisio de H. que la verdadera norma del estilo ático es Lisias; que la suavidad se ha de buscar en Isócrates: será esto así y se lo concedo; pero cuando se lee a este y a Demóstenes, Lisias no es elocuente, y Isócrates solo parece un filósofo vano, un retórico engreído de la habilidad de saber componer discursos académicos y períodos simétricos y acompasados. Y ¿qué perfección ni aticismo falta a los dos grandes oradores? Sino que brillando tantas otras dotes más eminentes, se repara menos en estas.
Sonitum Aeschines, vim Demosthenes habuit, dice Cicerón. Pero esto no es negar la fuerza a Esquines ni la magnilocuencia a Demóstenes, sino declarar que es más general la una en el uno y la otra en el otro; y entre muchos elogios a los dos llama sumos oradores: y cuando piensa en ellos parece que se olvide de todos los otros. Como que solo de estos quiso traducir algo al latín, y fueron las dos oraciones de la Corona,
(Se ha perdido su traducción.)
En la acusación de Timarco no podía presentar pruebas legales; y con todo a poder de sus inducciones, de reflexiones al caso, invocando la fama pública, y citando y aplicándole con arte y con verdad de conciencia las leyes contra los que se entregaban a ciertos vicios infames, lo hizo condenar de hombre indigno a pesar de sus muchos valedores públicos y secretos, entre ellos Demóstenes, y echar de la tribuna, del senado,
de las asambleas y de todo cargo público; afrenta con que no pudo aquel cuitado y se ahorcó de desesperación, según dicen. Habíalo buscado Demóstenes para compañero y auxiliar en la acusación de la Embajada contra Esquines (compañía que en verdad le honra poco); pero Esquines se deshizo así de él bien pronto, para habérselas mano a mano con su rival, que no dejó de quedar burlado y con algún desaire para entrar en
la causa.
Plutarco duda que se llegase a ver en juicio, porque no se sabe (dice) qué fin tuvo, y no creyendo lo de los treinta votos de mayoría. Con solo leer el exordio de la defensa de Esquines se hubiese desengañado si quería. Calumnióle Demóstenes que en Macedonia en un convite había embriagado y maltratado con otros una doncella olintia cautiva, cosa tan ajena de las costumbres y virtud conocida de Esquines, que el pueblo no lo pudo sufrir, y se alborotó e hizo callar a Demóstenes; cuyo testimonio a su favor, que fue notable, aprovechó aquel muy bien después en su defensa para argüirle de impostor y calumniador. ¿Y esto no prueba que se vio la causa? Además cita este juicio Esquines
en una carta al senado y pueblo de Atenas dándolo por una prueba de su inocencia, pues siendo su acusador un hombre como Demóstenes, esto es, un tan grande orador, había sido absuelto. Pero Plutarco, así en esto como en otras cosas miró poco a la verdad de los hechos, se curó poco de la historia; como lo vimos también en lo de Esquilo.
Después de leer la acusación de su contrario, donde ya se sospecha algo de calumnia por el amontonamiento de cosas en que se extiende Demóstenes maliciosa e interminablemente, y descansando de su lectura, porque hay que descansar; toma uno la oración de Esquines, y al ver aquella calma, aquella serenidad, aquella dignidad y noble confianza, y sobre todo la advertidísima oportunidad del exordio y primera parte de la defensa, le absuelve ya sin más pruebas, y mira con odio a Demóstenes; siendo de las cosas que cien veces leídas, cien veces gustan.
En la oración de la Corona sin embargo parece que pudo estrechar y ceñir más el tejido de sus argumentos, y darles más nervio y esforzar más algunas pruebas, que acaso hubieran puesto en mayor apuro a su adversario, contentándose con hacerlo llorar y dándose por satisfecho con esto y creyéndose vencedor sin duda.
Es brillante y de mucho efecto lo de la coronación (propuesta) de Demóstenes, comparándolo con los héroes antiguos, con un Temístocles, &c.; un cobardon
fugitivo del campo de batalla, un hombrezuelo venal y sin vergüenza; con aquello, tan ilustres ciudadanos, tan gloriosos capitanes, trasladando a los jueces del tribunal donde se hallan, al teatro y acto de la proclamación de la corona. En fin sublime no lo es Esquines; vehemente, algunas veces; majestuoso, muchas; atractivo siempre; y juzgado sin pasión bien merecido tuvo el sobrenombre que le dieron, y con razón se llamó a sus oraciones como las llamaban.
Con todo llegó a tanto el odio de sus enemigos o la villanía de insultar al caído, que hubo antiguo que dijo que nada había estudiado de joven, ni sabido nunca, ni entendido la composición regular de un discurso, y que no había en él sino una feliz disposición natural para decir cualquiera cosa con gracia, pero sin razón, orden, reglas ni inteligencia. Sin duda creyeron que se perdería lo que escribió o compuso, y que valdría lo que ellos dijesen. Si nuestras costumbres permitiesen la traducción de su acusación de Timarco, se vería un prodigio de sagacidad, de ingenio y de elocuencia. Y por sus mismas oraciones se ve que sabía muy bien la historia, las leyes patrias y las de todos los pueblos griegos, filosofía, poesía, retórica u oratoria ¿Qué más sabían ellos? ¿Qué más supo ningún griego entonces?

Demóstenes. El más grande orador que se ha conocido. No diré yo, como otros han dicho, que reúne lo bueno de todos, porque ni es verdad ni posible. Su carácter es la vehemencia. Fuerte siempre, vivo, conocedor, todo lo pone en su lugar, en donde más
efecto ha de hacer; todo lo dice en la idea más pura y de más alma, con la expresión más espontánea y más enérgica; y de aquí dominador y arrebatador, no dando lugar sino a dejarse arrastrar adonde se propone, llevándose a su favor a todos quieran que no quieran.
Sus mejores oraciones, son las siete Filípicas, la citada contra Esquines, y la grande y sobre todas de la Corona.
Después de la desgraciada batalla de Queronea trataron los atenienses de reparar sus muros, nombrando un comisionado por tribu para que entendiesen en la obra, y Demóstenes fue nombrado por la suya. Desempeñó bien su encargo; y un tal Ctesifonte propuso un decreto pidiendo que en premio se le diese una corona de oro y que fuese proclamado y coronado en el teatro cuando las tragedias nuevas; que era el lugar y la ocasión de más honor y gloria. Esquines denunció el decreto de contrario a las leyes en el modo, y de falso en lo que elogiaba a Demóstenes de haber siempre mirado por el mayor bien del pueblo; y salió como era natural a la defensa del decreto y de sí mismo,
y es la causa tan ruidosa llamada de la Corona. La demanda se puso en el tribunal desde luego; pero no se vio hasta más de ocho años después, en el 6.° ya de Alejandro, acudiendo de toda la Grecia a oír a aquello, dos oradores que llenaban el mundo de su fama. Ya se dijo que fue vencido Esquines, y que por no pagar la multa del juicio (el acusador que no reunía o tenía a su favor la quinta parte de votos, pagaba la pena señalada a la calumnia) se fue desterrado.
¿Vencido? No; deshecho, más que deshecho, No hay resistencia; no sirve la conciencia de los hechos; todo cede, todo cae al pie de aquella tribuna: y de aquí la opinión tan favorable a Demóstenes en todos tiempos de buen patricio, de ciudadano celoso. El orador apasiona a todos a su causa, y hunde y sepulta a su contrario, quedando solo Demóstenes presente con toda la pasión y grandeza de su triunfo.
Mas no se crea que se hizo cargo de todo lo que le dijo el acusador, pues fuera de citar otras leyes favorables al decreto de su corona (como quiera que fuese), nada, ni una palabra de lo demás: no podía; no saliera bien; no tenía respuesta. Lo que hace es
dejarlo todo, y fijarse y recordar sus servicios a la Grecia cuando la revolvía y excitaba contra el ambicioso Filipo; y la obligación del honor y el derecho glorioso de los griegos y más de los atenienses para poner vidas y haciendas por la libertad de todos, para no ceder a otro la suprema comandancia general de las armas griegas contra los bárbaros... si no lo hubieran impedido los traidores, como Esquines... Con esto no hubo más que una voz para aclamarle, y un solo voto para el fallo, sin embargo de ser todo puro hecho y triunfo de la elocuencia.
Todo también favoreció a Demóstenes. La acusación se presentó luego, como hemos dicho, y pasaron ocho años; es decir que todo estaba olvidado, menos la humillación presente de la Grecia, y pudo el defensor decir lo que quiso y exaltar más fácilmente a los ligeros atenienses con el recuerdo de sus glorias pasadas, cuanto menos valían y podían actualmente, y se veían sustituidos por los macedonios a quienes se creía haber favorecido Esquines.
De aquí diré lo que en la Ilíada: léanse las obras mismas, porque citar algunos rasgos, copiar algunos trozos sueltos, como suele hacerse, es lo mismo que quitar una piedra de un friso o relieve, de un chapitel o columna de un palacio real, y decir al que no ha visto más que aquello: ¡Mire V. qué edificio tan hermoso!

NOTA.
Traducciones a nuestra lengua.
“Para la sesta (clase) yo tengo traducido a Aftonio (sofista del siglo 4.°, autor de unos ejercicios de retórica) del griego en latin y en castellano: las oraciones de Tulio contra Verres, &c. y para lo griego las oraciones de Esquines contra Demóstenes y Demóstenes contra Esquines: dos sermones de San Basilio, &c."

Dice Pedro Simon Abril en sus proemios a la gramática griega que imprimió en esta ciudad (Zaragoza) en 1586. Pero yo no he podido averiguar nada de estas traducciones del griego, ni si han existido más de manuscritas. La de Demóstenes impresa en Madrid en 1820 (la oración de la Corona) es verdaderamente de nuestros días; y sea del griego o del latin, y valga lo que valiere, no tenemos otra. El verla yo publicada entonces me movió a emprender la traducción de la de Esquines, y la traduje, y en 1824 tenía esa y las siete Filípicas de Demóstenes. Mas como de aquel año al de 1835 han sido mis libros y papeles trasladados continuamente, llevados y traídos de mil modos y con otros tantos peligros, al fin eché eso de menos, y algunas otras cosas ya originales, ya traducciones de la misma lengua. Después no he tenido tiempo ni humor para volver a la empresa, ocupado en otras obras que ha visto el público.

De Homero tenemos traducidos en verso los dos poemas: la Odisea por Gonzalo Pérez padre del famoso Antonio Pérez; casi pura prosa: la Ilíada tiene dos traducciones de nuestro siglo; y aun queda libre para un tercer traductor de mejor gusto y mejor poeta.
De Anacreonte hay varias traducciones todas de poco mérito.
De Píndaro ya se dijo en su artículo.
De los tres bucólicos tradujo Conde lo mejor. No se puede leer.
De Sófocles anda el Filoctetes bastante escatimado; y no sé si el Edipo y alguna otra.
El M. Oliva imitó la Electra y la Hécuba. Boscán tradujo más que libremente el poema de Leandro y Hero, y aun ingiere la fábula de Aristeo imitándola de Virgilio.
Quevedo tradujo en verso el Manual de Epicteto y el poema de Focílides: y de aquel he visto no sé qué traducciones en prosa.
De Jenofonte dio a mediados del siglo XVI el secretario Diego Gracian la Ciropedia, la Anábasis, el Arma de Caballería, la Caza y la República de Esparta.
Quizá convendría retocar su traducción, y aun suplirla en algunas partes.
De Heródoto se publicó la traducción años pasados.
De Plutarco tenemos las Vidas paralelas, de tan antiguo como se dijo.
De Josefo, todo, por el cronista Alfonso de Palencia, quien dedicó su traducción a la Reina Católica.
De Aristóteles tradujo la Poética D. Alonso Ordóñez a principios del siglo XVII.
De Isócrates dio Pero Mesia (del latín) la Exhortación a Demónico; y todas sus Oraciones (del francés más bien que del griego) un moderno casi de nuestros días.
En 1785 se publicó una traducción del Repertorio o Soliloquios de M. Aurelio por Díaz Miranda.
En 1852 el Sr. Cortés canónigo de Valencia nos dio traducidas las Ibéricas de Apiano (Guerras de España) con un prólogo y notas que hacen mucho más apreciable esta obra.
También (si no me engaña la memoria) tenemos traducido a Dioscórides el primer botánico griego del tiempo de los Césares, y natural de Anazarbo en Cilicia.
Del célebre Galeno, de Pérgamo en el Asia, médico de M. Aurelio y gran farmaceuta, me parece que he visto traducida no sé qué obra, siendo las que nos han llegado: de la calidad de los remedios; de la composición de los medicamentos: de la terapéutica aplicable a las diferentes partes del cuerpo humano, y de la triaca y mitridatos (contravenenos).
Pero lo que es para la enseñanza y estudio del griego no tanto hacen al caso las traducciones como otros libros. Los que nos faltan son, una gramática muy sencilla ordenada con buen método, como las del siglo XVI en que estas lenguas se aprendían tan fácilmente; y una colección de obras muy bien escogidas: y con esto decirnos cuándo y con qué otros estudios ha de ir el del griego, entendiendo mejor a Quintiliano; porque decir él que vayan juntos el latín y el griego es decir nosotros que vayan juntas nuestra lengua y la latina y no esta y la griega; en cuya inadvertencia cayó Simon Abril y caen aun ahora algunos metodistas.