lunes, 26 de abril de 2021

SEGUNDA PARTE. Juicio de las principales obras de la literatura griega.

SEGUNDA PARTE.

Juicio de las principales obras de la literatura griega.

No sé si lo que voy a decir será lo mismo que mil otros han dicho: pero sí aseguro que mi opinión es toda y solo mía, habiéndola formado con toda independencia en la lectura de las obras originales.
Los autores que aquí no se citan, quedan ya juzgados de paso en sus respectivos lugares de la primera parte.

HOMERO. La Ilíada. Es esta un poema de más de quince mil versos, y la epopeya más perfecta que se conoce; no en esta parte o aquella, sino en todas; no con una ventaja de corta distancia, sino muy larga, pareciendo las demás con esta casi pinos de niño comparados con los pasos y marcha de un gigante; el vuelo torpe o rastrero de una ave del campo, con el levantado, inmenso y magestuoso del águila. Si algunos han dicho otra cosa, no es por ninguna razón de las que han fingido y tal vez creído seguir; ha sido porque o no podían leer la Ilíada, o porque no llegaron a entender su perfección ni comprender su grandeza.
El objeto de la Ilíada no es cantar la guerra de Troya, sino lo que padecieron los griegos en el último año de ella por culpa de los reyes, haciéndose positivamente moral el fin del poeta, como dice Horacio (Ep. 2.I.)
El mismo poeta lo dice bien claro: “Canta, diosa, la ira funesta de Aquiles, hijo de Peleo, que causó infinitos males a los aquivos.” Pero por eso no deja de decirnos lo que pasó antes del grande y triste acontecimiento que toma para asunto, desde que los griegos estaban reunidos en Aulide, hasta el año noveno de la guerra que es en el que se pone. Y esto no con relaciones afectadamente prevenidas y tiradas, como otros épicos para dar sueño a sus lectores, pavonearse, hincharse de vanidad y lucir su talento relacionero, sino con un arte muy disimulado, ya en las arengas de sus héroes, ya en los consejos de los capitanes, ya en las genealogías; sin olvidarse de lo que había de suceder después, como la muerte de Aquiles y el fin de la guerra con la suerte de Andrómaca y su hijo, cuyos anuncios pone principalmente en boca de esta infeliz en sus llantos y de la afligida madre de aquel en las repetidas visitas que le hace.
Ahora pondremos la formación del poema por grados hasta su perfecta grandeza, donde se verá su plan y el orden advertidísimo de las partes.

Enojado Aquiles con Agamemnon, generalísimo de los griegos, se retira de los combates. Con esto los troyanos arrollan a los griegos y los obligan a meterse en sus naves. Aquiles por vengar la muerte de Pátroclo su amigo y compañero, vuelve al campo, hace un estrago horroroso en los troyanos, alcanza a Héctor, le mata, y quedando satisfecha su ira de todos modos, se acaba la Ilíada.
Crises, sacerdote de Apolo en Crisa, saqueada poco antes por los griegos, se presenta a los Atridas a rescatar una hija que le habían llevado cautiva y tenía Agamemnon en su servicio: niégasela este con mal modo y le amenaza: el sacerdote pide a su dios venganza de aquella injuria: es oído, y una peste destructora devora el ejército. Júntanse a consejo los príncipes, y sabida la causa de la ira de Apolo y el modo de aplacarlo, Aquiles obliga a Agamemnon a restituir la muchacha sin rescate y llevar al dios un sacrificio. Y se hace todo. Pero Agamemnon en desquite y venganza quita a Aquiles una cautiva a quien quería mucho, y este justamente ofendido se retira de la guerra y cuelga las armas. Saca Agamemnon el ejército a campaña: dánse muchas batallas: la victoria es dudosa; pero se declara Júpiter por los troyanos, y heridos gravemente los principales caudillos griegos, y todo en un estado desesperado, Agamemnon envía una embajada a Aquiles pidiéndole perdón y ofreciéndole la mano de una hija (que por cierto es Ifigenia) con muchas ciudades en dote, y devolviéndole intacta la cautiva. No cede Aquiles: pero permite a Pátroclo que tome y se ponga sus armas y salga con ellas a espantar a los troyanos que estaban ya pegando fuego a las naves, encargándole que logrado esto se retire. Mas él cebado en la batalla quiere hacer más y más riza; hasta que Héctor que también de pronto había sido arrastrado en la fuga, determina morir con gloria: y se para, y vuelve, y pelea con el falso Aquiles y le mata, apoderándose después de sus armas. Tétis pide a Vulcano una nueva armadura para su hijo: se la trae: perdona este a Agamemnon y se reconcilian solemnemente en junta de reyes y capitanes: sale entonces a vengar a su amigo, mata a Héctor y le arrastra muchas veces atado de su carro, y celebra unos famosos juegos fúnebres en honor de Pátroclo. El anciano Priamo por aviso y con la protección de los dioses va con dones a la tienda de Aquiles a rescatar el cadáver de su hijo: llévaselo a la ciudad, hacen llanto sobre él, dánle sepultura, y se acaba la Ilíada.
Al salir Agamemnon al campo con todo el ejército después de la disputa con Aquiles, pone el poeta (lib. 2.°) el catálogo de las naves, príncipes y pueblos que vinieron sobre Troya. Desafía Páris a Menelao a singular combate (lib. 3.°) para dirimir entre los dos la gran contienda de aquella guerra. Príamo con los ancianos de su consejo estaba en una torre mirando los ejércitos: llega allí Helena, la llama a su lado y le pregunta de los capitanes que veía descollar entre todos; ella se los nombra y le describe el carácter de cada uno. Avísanle en tanto que baje al campo a dar autoridad al pacto entre los dos campeones rivales; baja y se retira: pelean aquellos, y es vencido Páris, Vénus le salva y arrebata al palacio; una flecha disparada contra Menelao mientras reclama el cumplimiento de lo pactado, hace romper a los dos ejércitos en una batalla general tan sangrienta y peligrosa, que en medio de ella en un momento de respiro donde él andaba, y de orden de Heleno (adivino) sube corriendo Héctor a la ciudad a decir a su madre y a su esposa que vayan a orar a Minerva y ofrecerle dones preciosos para que se apiade de los Troyanos: encuentra a Andrómaca en la calle (lib. 6.°) le da la orden, toma y besa a su hijo el niño Astianacte que una ama llevaba en brazos, se despide y vuelve a la batalla para no ver más a su esposa ni a su hijo, pues debe morir dentro de poco. Desafía a singular combate al que quiera salir de los príncipes griegos, (lib. 7.°), y piden este honor nueve de ellos: la suerte decide en favor de Ayax; pelean y se separan iguales. Siguen las batallas: el favor encontrado de los dioses: las ventajas de los troyanos: la embajada de Fénix, Ulises y Ayax a Aquiles, (lib. 9.°): el apuro de los griegos: la salida y muerte de Pátroclo, (lib. 16): y armado ya Aquiles de nuevo para salir al campo, ordena Júpiter a los dioses que bajen a tomar parte cada uno por los que favorecen, no sea que aquel penetre en la ciudad contra los decretos de los hados (en su ímpetu irresistible de ira y de venganza); y así proceda el orden fatal de los acontecimientos (lib. 20): y bajan y se mezclan en la pelea. Retirados los dioses, hace Aquiles un grande estrago en los troyanos, alcanza a Héctor y le mata, (lib. 22.): celebra las exequias de Pátroclo, (lib. 23); y Príamo, (lib. 24) rescata el cadáver de Héctor.
De aquí ya se debe leer el poema porque no cabe otra cosa.
El encuentro de Héctor y Andrómaca y la escena de su despedida forma el episodio más hermoso y tierno que jamás se ha imaginado. Pues aunque hay muchas batallas en la Ilíada, ya se ha visto que no todo es ferocidad y sangre. La embajada de los tres príncipes a Aquiles con sus discursos y la contestación que él da a cada uno: la muerte de Pátroclo y el sentimiento de Aquiles, con la visita que le hace su madre Tétis: la muerte de Héctor consultada antes por los dioses en el Olimpo: los bandos y combate de estos: los consejos de los capitanes en los conflictos que se ven; son bellezas de que solo Homero ha dado verdaderas muestras. Y al fin Príamo a los pies de Aquiles (ya que así suelen llamar aquella escena) es paso que en interés y sublimidad tampoco no tiene igual en ningún épico antiguo ni moderno.
Y aun hay otras cosas de igual belleza o poco menos. Pero ni estas, ni aquellas ni todas ni ninguna serían tan dignas de admiración ni gustarían tanto, si al leerlas no pareciese que se ven, no pareciese que son verdaderas, que nada hay fingido, que todos son hechos sucedidos tales cuales se leen, hasta las contiendas y locuras de los dioses. No es ilusión lo que trascuerda al lector, lo que le eleva y embebece; es la misma verdad, la misma realidad: ni ocurre nunca pensar que hay allí arte, invención, ficción ni propósito del poeta. Y esto que ningún otro ha sabido hacer levanta a Homero tan sobre todos, que bastaría para ganar la corona, aunque en lo demás no les llevase la misma inmensa ventaja. Su grandeza y sublimidad son naturales, no afectadas y de aparato o estudio prevenido, como en otros poetas que para sacar tonos recios y fuertes ahuecan la voz y la recuden con penoso esfuerzo; o hacen parada de un vigor que no tienen; otras veces llevan a su composición el pedantismo de las escuelas, o el gusto mal examinado de su tiempo. ¿Qué épico (después de Homero) está exento de estos defectos?
Pero no se ha de juzgar la Ilíada en las traducciones por buenas que sean. En toda otra lengua se pierde la ilusión, y hasta ofenden algunas cosas que en el original con su aire, lengua, tiempos y costumbres, nada tienen de bajas ni de pueriles.
Por lo que hace al asunto como digno de la epopeya, no le ofrecen tan propio las historias de todas las edades y pueblos conocidos. No me lo parecen ni las Cruzadas ni la toma de Granada, ni el descubrimiento y conquista del nuevo Mundo: y si son tan grandes, no son tan poéticos.

La Odisea. Entretenida, varia, amena, pacífica, gusta mucho como relación de las aventuras sucedidas a un príncipe que después de la ruina de Troya anda errante de mar en mar perseguido de la suerte, y no pudiendo nunca acertar con la dirección fija de su patria por la contradicción (contradicion) de algunos dioses, aunque protegido por otros; hasta que al fin y después de muchos trabajos llega a su deseada patria, mata a los insolentes galanes de su mujer, y es reconocido por esta.
La composición del poema es la siguiente:
Consejo de los dioses para tratar de la vuelta del héroe. Minerva tomando la figura de Mentes antiguo huésped de Ulises va a Itaca, aconseja e Telémaco que vaya a saber nuevas de su padre, se embarcan los dos y visitan las ciudades de Esparta, Pílos y otras donde ven a Menelao y Helena, y al bueno de Nestor; en lo que se emplean cuatro libros. En el 5.°, segundo consejo de los dioses para acordar la vuelta de Ulises; y envían a Mercurio a la isla de Calipso a intimar a esta le deje salir. Cúmplese la orden soberana. Ulises fabrica un barquichuelo, se mete en él, rómpeselo Neptuno y naufraga. Pero con la toca de la ninfa Ino sale a tierra y se encuentra en la isla de los feaces.
Bien recibido del rey Alcinoo y de la reina Arete les cuenta su navegación desde Troya, y le oyen las aventuras más extrañas que jamás han sucedido a hombre.
Circe, los lestrígones, Polifemo, las Sirenas, el sacrificio y aparición de los muertos, &c. Embarcan los feaces a Ulises para Itaca, llega y se va a una quinta suya.
Llega también por otro lado Telemaco, se conocen, conciertan el modo de acometer a los galanes de Penélope, los matan, y se acaba el poema.
No estoy preocupado ni me imponen los nombres.
Dos defectos he encontrado siempre en este plan; y aunque Clark y otros defienden al poeta, siempre he dicho y digo que son defectos. Los cuatro primeros libros no tienen conexión con los demás del poema, porque la unidad pedía que Telémaco encontrase a su padre antes de volver a Itaca: para encontrarle aquí era excusado haber salido; o pudo el poeta anunciar su viaje en pocos versos, y después hacer que se lo contase a su padre. Así es que como del primer consejo de los dioses no resulta nada para Ulises, aunque tenido únicamente para tratar de su vuelta, y luego entra la tan larga relación del viaje de Telémaco, hay que hacerles celebrar un segundo consejo con el mismo objeto: y es de donde procede la acción y comienza legítimamente el poema.
El segundo defecto es que desde el libro 13 en que Ulises llega a Itaca hasta el 21 en que se toma con los galanes, hay siete empleados en cosas que estrechándolas un poco podrían caber en dos y casi en uno.
Por lo demás el poeta es siempre Homero; y en el combate de Ulises (auxiliado de su hijo y dos criados) con los galanes en el gran patio del palacio, se piensa en las batallas más fogosas y mejor descritas de la Ilíada.
La mitología, las costumbres, el gusto y la poesía en ambos poemas son lo mismo: los tiempos verdaderamente poéticos, no conociéndose otra historia que la de la imaginación, todo tradiciones, y tan cerca el cielo de la tierra, los dioses de los hombres, y unos y otros de la naturaleza: nueva casi la sociedad civil, bien que no sin artes y primor en ellas, niños los pueblos, todo fenómeno para ellos, y solo hombres, y más grandes que los mismos dioses, los poetas que los cantaban.
Prescindiendo de la poesía, son los dos poemas de Homero y los de Hesíodo con los libros de Moisés, las únicas obras donde se ve lo que fue el mundo y la sociedad en aquellos primeros tiempos, obras de estudio y meditación para el filósofo y el legislador lo mismo que para el poeta.

HESÍODO. Las Obras y los Días. Este es un poema compuesto con el propósito de corregir a un hermano despilfarrado que consumió sus bienes en poco tiempo. De modo que más es moral que didáctico. Pero estuvo inspirado en él, y como buen poeta adorna
sus preceptos y máximas con fábulas ingeniosamente inventadas, y poéticamente descritas. Las edades de oro, de plata, &c. a Hesíodo las debió la poesía, sea o no el inventor de ellas; como igualmente la Eva gentílica, aquella hermosa y funesta Pandora. De ahí pasa naturalmente a hacer a su hermano algunas reflexiones acerca de la necesidad del trabajo, y con este motivo le habla de la agricultura y de la navegación como objetos únicos de la aplicación del hombre para proporcionarse lo necesario, ya que los dioses han retirado la espontánea producción de los frutos de la tierra. Y al fin nota los días faustos e infaustos para ciertas operaciones. En todo se muestra Hesíodo gran poeta cuanto lo admite la naturaleza del asunto: y con ocasión de hablar de las estaciones hace una larga y elegantísima descripción del invierno.
Es tan hermosa la parte moral de este poema, son tan divinas sus máximas, tan práctica y útil su doctrina, y las dos invenciones de las edades y de Pandora, que no se contentaban los griegos con leerlo, sino que lo hacían aprender de memoria a sus hijos.

PÍNDARO. El que crea de él otra cosa que lo que dice Horacio, no se ha formado una idea verdadera de su poesía. Pero en su lengua, no en otra. En su lengua todo parece bien; traducido, hay muchas cosas que ni se entienden ni les dice ninguna expresión de otro idioma, sea el que quiera.
Las más, casi todas sus odas arrebatan con la magnificencia y sublimidad de las imágenes, con la profundidad de las sentencias, con la energía de la expresión, con el encanto del estilo; que hasta el dialecto ayuda al embeleso y dulzura de su poesía. Ya se sabe que los griegos escribieron una (La 7.° olim.) con letras de oro en el templo de Minerva Selenea. Y aun tiene otras mejores, al menos para nosotros que no estamos en aquellas costumbres.
Lo que se ha dicho de su oscuridad no tiene otro fundamento que acudir el poeta a hechos y personajes no siempre conocidos. Muchas veces también omite las transiciones o enlaces materiales, y las formas de las comparaciones. Su extravagancia (apartarse de su objeto, olvidar su asunto) de suele serlo sino en la apariencia, pues habla o de los ascendientes de sus vencedores, o de sus ciudades, o de las costumbres y culto en ellas; o de otras cosas que les atañen. En la 4.° Pítica por ejemplo (que es la más larga, como que tiene 533 versos) se va a la expedición de los Argonautas, porque a su paso por Lemnos se juntaron con aquellas mujeres y nacieron así de ellas los mayores del vencedor Arcesilas príncipe de Cirene, cuya ciudad fundó Bato uno de ellos, anunciado todo o confirmados los antiguos oráculos por un discurso profético de Medea (a).
(a) Dos traducciones en verso tenemos de las Olim. De Píndaro; y aunque sus autores han hecho cuanto se podía, el que en ellas quiera conocer a Píndaro perderá el tiempo del todo. Homero se puede traducir y parecerá bien, bien traducido. Píndaro, nunca.

ANACREONTE. En el amor y el vino hace pensar su nombre, porque no cantó otra cosa; y en que es muy fácil, muy gracioso y delicado, y en que no ha tenido igual hasta ahora. Pero en medio de esta fiesta y juegos tiene odas muy morales que no lo parecen a primera vista. Sabio le llamaron los antiguos; y no lo entendían solamente del propósito de su vida, que atendida la oscuridad en que estaban del fin del hombre, él y ellos tenían razón.
Por la poesía, demas de la gracia, se distinguen entre todas sus odas la Cigarra, la Paloma, el Retrato de su querida, y alguna otra.

SAFO. De las dos odas que se conservan en la una suplica a Venus muy ahincadamente que venga a socorrerla en la nueva pasión que la domina: en la otra pinta y describe la turbación que le causa la presencia de la persona a quien amaba. Siempre es el corazón quien habla, y siempre con mucha verdad y con la expresión más sencilla y amable.

ESQUILO. (Trágicos) Este padre de la tragedia han dicho algunos que no solo presenta el arte en la rudeza de su infancia, sino que es tan oscuro que no se entiende. Y esto último también yo lo creí mucho tiempo y después de algunas pruebas de leer y querer entender sus tragedias. Al fin me aburrí y las dejé para siempre consolándome con lo que todos decían de su oscuridad. Pero adquirí ediciones más correctas, y ya esa dificultad se fue reduciendo de modo que algunas de ellas me llegaron a parecer casi tan fáciles como las de Eurípides. El Prometeo y los Siete sobre Tebas, y aun los Persas y Coéforas tienen ya pocos lugares corrompidos y no muchos oscuros. En el Agamemnon hay bastantes de unos y otros y quizá además cerca de cuatrocientos versos espúreos; entre ellos todo el principio hasta el coro. Y es que según dice Quintiliano se permitió después (cuando faltaron los buenos poetas) presentar a concurso sus tragedias añadiéndolas a la moda y gusto del tiempo.
Su estilo es grave, levantado, fuerte hasta con exceso, y por esto ya Aristófanes en las Ranas le hace echar en cara por Eurípides, que es vano y muchas veces ininteligible; y Sófocles dicen que le censuraba lo mismo. Los coros ocupan aun mucho lugar en sus tragedias; y como es donde más palabras y frases usa de su particular invención altas, hinchadas y estrepitosas, vienen a ser algunos ratos casi mero estruendo de voces, tomando tal vez las ideas de muy lejos y no presentándolas sino como en ligerísimos recuerdos o alusiones.
En algunas tragedias es tan escasa la acción, que apenas lo parece, reducida a una serie de cuadros que se suceden solamente, como en el Prometeo y los Persas. Haila y casi perfecta en el Agamemnon, más en las Coéforas, y también en las Euménides, pero en esta con un doble lugar de escena bastante impropio y violento. Se ha dicho que la tragedia más perfecta es los Siete sobre Tebas. a lo menos es la que más gusta con el Prometeo. Por lo demás no es tanta su rudeza; si no alcanzó la perfección del arte, lo puso muy en camino, y se lee con gusto aun al lado de los otros dos trágicos. Que dé mucho lugar a los coros no es extraño, siendo toda y solo canto la tragedia poco antes.
“Vulcano de orden de Júpiter y acompañado de la Fuerza y la Violencia enclava a Prometeo en las rocas del Cáucaso (de la Escitia Europea), y es la escena que abre el drama. Al estremecimiento de los martillazos acuden en coro las hijas del Océano y le preguntan de su desgracia. Acude luego el mismo Océano, a quien acaba de contar la historia y causas de aquel castigo, que es haber facilitado a los hombres el fuego y con él la invención de las artes y las letras o la escritura, y los pronósticos, El Océano le aconseja que se humille y no blasfeme de Júpiter; él sigue su propósito. Aparece allí la infeliz Io, y Prometeo le adivina su suerte y le anuncia el fin de sus trabajos. Viene Mercurio a saber de Prometeo qué hijo de Júpiter es el que dice que nacerá, lo librará a él y destronará a su padre; y no quiere decirlo; y profiriendo siempre las mismas blasfemias, sobreviene una tempestad, tiembla la tierra, cae un rayo y lo sepulta.”
Este es el Prometeo y el tipo de la tragedia de Esquilo en el carácter más general que le dio, que es el religioso; pero tomando la religión en sus nuevos dioses, fuertes y poderosos, señores del Olimpo y seguros de su imperio; y como nuevos, menos justos y humanos que vengativos y celosos; más cuidadosos de hacerse temer que amar, lo mismo de los hombres, que de los dioses antiguos a quienes han vencido, hijos de la Noche y de la Tierra y el Erebo; sin excluir el hado, la necesidad, a que dioses y hombres están sujetos, aunque no tanto que del todo excuse a estos en sus crímenes e imprudencias. La fatalidad no es absoluta.
En los Siete sobre Tebas se ve al soldado de Maratón (Maraton) y de Salamina: en el Prometeo es vivo y hermoso el diálogo, y dulcísimos de leer los trozos en que el
desgraciado humano Titán (Titan) refiere al Océano los beneficios que ha hecho a los hombres con la invención del fuego, de las artes y de la escritura.
En el Agamemnon es sublime sobre todo encarecimiento la escena en que Casandra llegando de Troya y después de un obstinado silencio a la repetida intimación de Clitemnestra (entrado ya el rey) que le manda bajar de la carroza y acomodarse a la suerte de esclava, se apea resueltamente luego que aquella desaparece, y agitada con la inspiración anuncia al coro en estilo enfático la muerte que están dando a Agamemnon y la que a ella espera al momento, con el castigo futuro de los dos adúlteros asesinos; y arrojando la corona y tocas de profetisa de Apolo se entra en el palacio a recibir la muerte que sabe le van a dar.
En las Euménides presentó un coro de 50 Furias de gesto y visión tan espantosa, que dicen se pasmaron de miedo los niños y malparieron algunas mujeres. El magistrado ordenó que se redujesen a quince las personas del coro de la tragedia, y se observó ya en adelante; aunque en la comedia fueron 24.
En los Siete sobre Tebas se ve ya el uso de los motes, divisas y figuras alusivas, pues las llevan algunos caudillos en los escudos; cuya invención se ha creído más moderna.

SÓFOCLES. El rey de la tragedia entre los antiguos, sin que ningún moderno le haya quitado la corona. Cicerón le llama hombre doctísimo y poeta divino.
Templó un poco el horror religioso de la tragedia de Esquilo: contó algo más con la acción libre del hombre; ordenó la composición o fábula con admirable talento: aumentó el interés por grados: sorprendió con los dos principales resortes del efecto dramático, la anagnórisis y la peripecia: alargó el diálogo y acortó la parte o papel del coro dejándole el lugar y la intervención que le corresponde: acomodó el estilo a esta grandeza más comprensible adornándolo al mismo tiempo sobriamente; y se vio el modelo más perfecto que en todos los siglos ha tenido la tragedia.
Además tiene el mérito (después de Homero en la epopeya) de haber inventado los más bellos caracteres dramáticos, no habiéndole tampoco igualado en esto ningún otro. Electra fuerte, constante, inflexible, implacable, pero sensible también, que al abrazar la urna que cree contener las cenizas de Orestes su esperanza y su sueño continuo, derrama un río de lágrimas y las arranca al espectador no menos abundantes. Antígone firme, religiosa, modesta, noble y resignada. Yocasta, Edipo (en Colono) y otros menos principales.
En el Filoctetes nada de trágico; y no obstante gusta mucho y parece verdadera tragedia, debiéndose todo al ingenio del autor; porque es asunto que quizá ningún otro poeta se hubiese atrevido a tomar, ni menos sabido arreglar al teatro.

Las Traquinias (muerte de Hércules) tiene trozos muy buenos, pero el todo nunca me ha gustado mucho. Y en el Ayax, aunque la he leído siempre con gusto, parece quiere haber así como una segunda o doble acción después de la muerte del héroe.

Eurípides. Más dioses y menos religión; más parte a las pasiones humanas; más filosofía manifiesta o de cátedra; mucha elegancia aunque estilo casi llano; bastante afectación de sentencias y discursos oratorios, con no gran cuidado en la composición y arreglo de sus dramas, es el carácter y el mérito de este trágico; menos elevado que los otros dos, más popular, más de la vida común (si se me permite decirlo) y por eso preferido vulgarmente a aquellos: si no es por su elegancia y artificio, como dice Quintiliano.
Mas no se crea que Eurípides es pequeño, todo reunido, bien puede poner su pedestal al lado de los de Esquilo y Sófocles y levantar su cabeza casi al igual de ellos. La Ifigenia en Aulide es tan perfecta en su composición como las que más lo son de su maestro; y poco menos la Medea y el Hipólito. En las Bacantes hay escenas que no tienen iguales: y el Ion, aunque a ratos un poco oscura y confusa en el plan y en la exposición (que es el defecto más común de Eurípides) enternece desde el principio, después hace temblar, y al fin viene una satisfacción tan deseada, que al día siguiente ya volvería uno a ver la tragedia. En la Hécuba hay casi dos acciones: pero es bellísima y muy propia para las
lecciones de cátedra.
En las Suplicantes, mientras el coro canta 35 versos líricos, y no con las repeticiones y gorjeos de nuestras óperas modernas, reúne Teseo el ejército en Atenas, sale a campaña, va con él a Tébas, da la batalla, vence, y viene un mensajero a dar la noticia al coro, y a poco se presenta el mismo Teseo. La Electra vale poco; la Helena, menos, y aun alguna otra puede ir con estas; no la Ifigenia en Tauride. Para muchos desenlaces fácilmente hace intervenir a los dioses: pero en la Alcestis, había que resucitarla y traer del otro mundo, y esto solo a un Dios era posible (Dignus vindice nodus).
a Esquilo en las Euménides le hemos notado un doble lugar en la escena: en el Orestes de Eurípides, que es el mismo asunto, se halla la misma impropiedad y la misma violencia.
Aristóteles dice que Eurípides es el más trágico de todos los poetas, creo que porque adopta generalmente finales infelices o sea terribles. Pero por las tragedias que de ellos nos quedan no podría haberlo distinguido en eso, pues también las tiene de desenlace feliz, como el Orestes, las dos Ifigenias y otras; y Sófocles y Esquilo tienen finales muy terribles. Longino dice que sabe pintar el amor y el terror, y no tanto otras pasiones.
Lo que nadie le ha disputado nunca es lo que hemos dicho al principio, a saber, que su poesía es fácil, dulce, templada, filosófica, y sus dramas gustosísimos de leer.
Muchos atenienses de los que en la desastrada guerra de Sicilia quedaron esclavos, recobraron su libertad por recitar a sus amos algunos trozos de sus tragedias; lo que debió causar a Eurípides mucha satisfacción, pues los libertados así que llegaron a Atenas corrieron a presentársele y decírselo (1).
(1) En las Fenisas, en la Electra y en la Helena que son sus dramas de menos mérito se encuentra todo lo que constituye el exaltado drama romántico de nuestros días; sus maravillas, sus asombros, sus pasmos afectados, la licencia de invención, &c. los rasgos que falten se encontrarán en otros del mismo autor, aunque no en los que más se han recomendado siempre. De modo que los poetas de nuestro tiempo que hubieren creído hacer algo en el arte con el alboroto del drama romántico no han inventado nada; salvo el denuedo (en algunos) de infamar villanamente a los muertos. a esto no llegó Eurípides, Fingió, sí, cosas muy singulares, extravagantes, absurdas, por hacer más que Esquilo y Sófocles, como se puede ver en las Electras, pues de los tres se ha conservado esta tragedia: pero aquel valor no lo tuvo.

HISTORIADORES. Voy a decir muy poco de ellos, dejando los términos y frases con que algunos hablan en nuestros días, y más cuando tratan de los filósofos, para quien guste de músicas sordas y de cuadros ciegos.
¿Me entenderán los jóvenes? ¿Entenderán o conocerán mejor después los autores de qué les hablo? ¿Necesitarán intérprete de mis lecciones? Pues esto es lo que me he propuesto, y lo que dice a mi genio y a la razón que siempre he seguido.

Heródoto es candoroso en las cosas y en el estilo.
Tucídides advertido, reflexivo, sentencioso, cortado, y hasta oscuro alguna vez de conciso, y también por modos o giros particulares de estudio e intención no usados de ningún otro.
Jenofonte, la misma elegancia y amabilidad, pero natural, no como Isócrates que se está acicalando y cargando de afeite a vista del lector o de los oyentes.
Dionisio de H. critica a Tucídides el método (divide su historia por campañas) y la afectación de antigüedad y de rapidez en el estilo. Pero mucho dice el hecho de Demóstenes que copió su historia ocho veces para formarse un estilo fuerte y enérgico, bien que corrigiendo su exceso, como advierte Longino. Y lo corrigió tanto, que en nada se parecen, aun dejando la diferencia del género.

En su lectura muy continuada me parece que Heródoto por su amenidad y acertado método no puede cansar a nadie: que la gravedad y tirantez de Tucídides pide algún descanso, y más siendo guerras civiles, que supongo leen todos con pesar, como a mí me sucede: y que la igualdad inalterable de Jenofonte llega al fin a dejar sentir la falta de movimientos apasionados, o sea de viveza. Como Heródoto, aun se puede escribir; como Jenofonte se escribirá también; como Tucídides quizá nadie ha escrito. Esto no es decir que lo tengo por el mejor escritor que ha habido, sino que sus imitadores o se han excedido, o no le han llegado. Salustio y nuestro Mendoza (por citar algunos) tienen otro carácter.
En cuanto a la autoridad, Heródoto no desechó ninguna tradición ni fábula, pero se distinguen y las distingue de la pura historia: Tucídides escribió la guerra que presenciaba y no hay testimonio de mayor verdad: y de Jenofonte se puede decir lo mismo, sino es en la Ciropedia donde adorna las cosas de Ciro para darnos en él (como dijimos) un príncipe perfecto en la paz y en la guerra, y hacernos sin duda amar el gobierno monárquico opuesto al turbulento y desconcertado de la república de Atenas. Dicen si quiso contraponer su obra en esta idea a la República de Platón. Puede ser: en cuyo caso es de creer que Aristóteles opuso a los dos su Política.
Se ha dicho que la historia de Heródoto es una epopeya en prosa por el plan de ella y el método de la exposición. El propósito (y de aquí el plan) es escribir las guerras de los griegos con los bárbaros, comenzando en las antiguas y semifabulosas como causas, y acabando en la victoria general y completa de aquellos. Y así como va procediendo y encontrándose con otros pueblos y naciones pone sumariamente la historia de todos en digresiones oportunas refiriendo los hechos más notables y dando noticia de sus costumbres políticas y religiosas, de su origen y progreso hasta el estado presente, siempre sin perder de vista el objeto principal que se propuso.
En cuanto a filosofía, Heródoto la deja toda al lector, pero sin apunte ni reflexión alguna: Tucídides la ofrece bastante clara, queriendo que el lector la vea: y Jenofonte la tomó por alma de todos sus escritos, pero práctica y embebida en los hechos.

ORADORES. Lisias. Tiene lo que dicen Cicerón y D. de Halicarnaso, que es finura y verdad en las pruebas, limpieza y claridad en los argumentos, y estilo muy sencillo y naturalísimamente ático: pero generalmente carece de afectos y de vehemencia. Sus mejores oraciones, que son las acusaciones de Eratóstenes uno de los Treinta, y de Agórato uno de los más viles delatores y servidores de aquellos tiranos, y en que el orador acusa y habla de su parte y de la justicia pública, tampoco no tienen el fuego de la pasión, aun la ira que el lector concibe por si mismo. La Fúnebre por los muertos en la guerra de Corinto dicen que está algo alterada; y si no hay en ella mucha elocuencia verdadera, hay retórica y elegancia, y gusta mucho a los jóvenes. Y aun tiene alguna otra que se lee con gusto. Ficker le nota no se qué afectación en el estilo que yo no le encuentro, y eso, que es lo que más me ofende.

Isócrates. Se atilda y repule tanto en el estilo, que alguna vez llega a parecer afectado, siempre con el compás y la regla en la mano para la medida, rotundidad, armonía y cadencia de los períodos, y gustando mucho de la antítesis, de la semejanza y desemejanza, de la correspondencia de compuestos, &c. De modo que cuando uno se ha dado a su lectura, ya casi al empezar un período como acabará lo mismo en las palabras que en el pensamiento: y no sin alguna razón dijo Dionisio de H. que el estilo de Lisias tiene gracia naturalmente, y que el de Isócrates quiere tenerla. Aunque él no lo hubiera creído según lo que se alaba y muestra engreído de su habilidad retórica, y esto en los mimos discursos.
Pero no se le desprecie: es también elocuente, y sobre todo ama la verdad y la justicia, quiere hacer a los hombres buenos, justos, y aborrece y detesta a los chalanes de los sofistas; es buen amigo, y patricio celosísimo, y su oración llamada Areopagítica es obra de tanto valor como patriotismo, pues propone en ella nada menos que la alteración de las leyes o constitución del estado, y volver a la de Solon con la reforma de Clístenes (acerca del número de tribus). Las que más se celebran son el Panegírico de Atenas, en cuya composición y lima empleó diez años, y según otros, quince; y el Panatenáico (que compuso a los 94 años de edad). a mí no son las que más me gustan, aquella por las impertinencias del exordio, sobre ser toda un mero alarde; esta porque viene a ser lo mismo, aunque en las dos hay trozos muy elocuentes; y tengo señaladas para mi gusto, por pompearse menos en ellas, la citada Areopagítica, la de la Paz, las dos en que anda el nombre de Nicocles y el Elogio de Evágoras: y en el género judicial la Acusación de Calímaco y alguna otra, y aun la Antídosis o permuta del patrimonio si no cansara de larga. La que dirige a Filipo de Macedonia exhortándole a que se componga con los griegos y poniéndose a su cabeza (bien diferente esto de lo que declamaba Demóstenes) piense en acometer a los bárbaros del Asia, es también muy patriótica y muy buena. a Nicocles le enseña cómo ha de gobernar, o sea las obligaciones de un rey; y en la segunda, que dijo el mismo Nicocles a los suyos, expone las razones porque deben los súbditos ser dóciles y obedientes a su príncipe. La dirigida a Demónico, a pesar de sus preceptillos, es la última de todas. Dicen que Nicocles por su oración le dio veinte talentos. Muy abundantes los tendría.

Iseo. Entre Lisias e Isócrates en el carácter de su elocuencia, y una como travesura que le hace sospechoso de menor amor a la verdad: concisión y arte, claridad, fuerza en los argumentos, facilidad y pureza iguales, ático si lo es alguno, y enérgico sin esfuerzo; digno en fin de ser y llamarse maestro de Demóstenes; todo, en cuanto lo sufre la pobreza o sequedad de los asuntos.

Esquines. Afluente, lleno, magnífico, noble, elevado, y lo que dice A. Gelio: Aeschines vel acerrimus prudentissimusque oratorum qui apud conciones atheniensium floruerunt. Por algunos años fue el primer orador de Atenas, y cuando abundaban tanto y los mejores que se habían oído. Sí no viniera Demóstenes, él fuera el gran modelo entre todos. Su felicidad en las ideas, la oportunidad en el discurso y la elegancia y la grandeza natural en la expresión, con una suavidad que apenas tiene otro ninguno, y la facilidad y la prudencia con que hablaba bien de cualquiera asunto, con tiempo o sin él, todo esto reunido le hizo dar el sobrenombre de divino, como dijimos en su vida, y llamar a sus tres oraciones las Tres Gracias.
Diga Dionisio de H. que la verdadera norma del estilo ático es Lisias; que la suavidad se ha de buscar en Isócrates: será esto así y se lo concedo; pero cuando se lee a este y a Demóstenes, Lisias no es elocuente, y Isócrates solo parece un filósofo vano, un retórico engreído de la habilidad de saber componer discursos académicos y períodos simétricos y acompasados. Y ¿qué perfección ni aticismo falta a los dos grandes oradores? Sino que brillando tantas otras dotes más eminentes, se repara menos en estas.
Sonitum Aeschines, vim Demosthenes habuit, dice Cicerón. Pero esto no es negar la fuerza a Esquines ni la magnilocuencia a Demóstenes, sino declarar que es más general la una en el uno y la otra en el otro; y entre muchos elogios a los dos llama sumos oradores: y cuando piensa en ellos parece que se olvide de todos los otros. Como que solo de estos quiso traducir algo al latín, y fueron las dos oraciones de la Corona,
(Se ha perdido su traducción.)
En la acusación de Timarco no podía presentar pruebas legales; y con todo a poder de sus inducciones, de reflexiones al caso, invocando la fama pública, y citando y aplicándole con arte y con verdad de conciencia las leyes contra los que se entregaban a ciertos vicios infames, lo hizo condenar de hombre indigno a pesar de sus muchos valedores públicos y secretos, entre ellos Demóstenes, y echar de la tribuna, del senado,
de las asambleas y de todo cargo público; afrenta con que no pudo aquel cuitado y se ahorcó de desesperación, según dicen. Habíalo buscado Demóstenes para compañero y auxiliar en la acusación de la Embajada contra Esquines (compañía que en verdad le honra poco); pero Esquines se deshizo así de él bien pronto, para habérselas mano a mano con su rival, que no dejó de quedar burlado y con algún desaire para entrar en
la causa.
Plutarco duda que se llegase a ver en juicio, porque no se sabe (dice) qué fin tuvo, y no creyendo lo de los treinta votos de mayoría. Con solo leer el exordio de la defensa de Esquines se hubiese desengañado si quería. Calumnióle Demóstenes que en Macedonia en un convite había embriagado y maltratado con otros una doncella olintia cautiva, cosa tan ajena de las costumbres y virtud conocida de Esquines, que el pueblo no lo pudo sufrir, y se alborotó e hizo callar a Demóstenes; cuyo testimonio a su favor, que fue notable, aprovechó aquel muy bien después en su defensa para argüirle de impostor y calumniador. ¿Y esto no prueba que se vio la causa? Además cita este juicio Esquines
en una carta al senado y pueblo de Atenas dándolo por una prueba de su inocencia, pues siendo su acusador un hombre como Demóstenes, esto es, un tan grande orador, había sido absuelto. Pero Plutarco, así en esto como en otras cosas miró poco a la verdad de los hechos, se curó poco de la historia; como lo vimos también en lo de Esquilo.
Después de leer la acusación de su contrario, donde ya se sospecha algo de calumnia por el amontonamiento de cosas en que se extiende Demóstenes maliciosa e interminablemente, y descansando de su lectura, porque hay que descansar; toma uno la oración de Esquines, y al ver aquella calma, aquella serenidad, aquella dignidad y noble confianza, y sobre todo la advertidísima oportunidad del exordio y primera parte de la defensa, le absuelve ya sin más pruebas, y mira con odio a Demóstenes; siendo de las cosas que cien veces leídas, cien veces gustan.
En la oración de la Corona sin embargo parece que pudo estrechar y ceñir más el tejido de sus argumentos, y darles más nervio y esforzar más algunas pruebas, que acaso hubieran puesto en mayor apuro a su adversario, contentándose con hacerlo llorar y dándose por satisfecho con esto y creyéndose vencedor sin duda.
Es brillante y de mucho efecto lo de la coronación (propuesta) de Demóstenes, comparándolo con los héroes antiguos, con un Temístocles, &c.; un cobardon
fugitivo del campo de batalla, un hombrezuelo venal y sin vergüenza; con aquello, tan ilustres ciudadanos, tan gloriosos capitanes, trasladando a los jueces del tribunal donde se hallan, al teatro y acto de la proclamación de la corona. En fin sublime no lo es Esquines; vehemente, algunas veces; majestuoso, muchas; atractivo siempre; y juzgado sin pasión bien merecido tuvo el sobrenombre que le dieron, y con razón se llamó a sus oraciones como las llamaban.
Con todo llegó a tanto el odio de sus enemigos o la villanía de insultar al caído, que hubo antiguo que dijo que nada había estudiado de joven, ni sabido nunca, ni entendido la composición regular de un discurso, y que no había en él sino una feliz disposición natural para decir cualquiera cosa con gracia, pero sin razón, orden, reglas ni inteligencia. Sin duda creyeron que se perdería lo que escribió o compuso, y que valdría lo que ellos dijesen. Si nuestras costumbres permitiesen la traducción de su acusación de Timarco, se vería un prodigio de sagacidad, de ingenio y de elocuencia. Y por sus mismas oraciones se ve que sabía muy bien la historia, las leyes patrias y las de todos los pueblos griegos, filosofía, poesía, retórica u oratoria ¿Qué más sabían ellos? ¿Qué más supo ningún griego entonces?

Demóstenes. El más grande orador que se ha conocido. No diré yo, como otros han dicho, que reúne lo bueno de todos, porque ni es verdad ni posible. Su carácter es la vehemencia. Fuerte siempre, vivo, conocedor, todo lo pone en su lugar, en donde más
efecto ha de hacer; todo lo dice en la idea más pura y de más alma, con la expresión más espontánea y más enérgica; y de aquí dominador y arrebatador, no dando lugar sino a dejarse arrastrar adonde se propone, llevándose a su favor a todos quieran que no quieran.
Sus mejores oraciones, son las siete Filípicas, la citada contra Esquines, y la grande y sobre todas de la Corona.
Después de la desgraciada batalla de Queronea trataron los atenienses de reparar sus muros, nombrando un comisionado por tribu para que entendiesen en la obra, y Demóstenes fue nombrado por la suya. Desempeñó bien su encargo; y un tal Ctesifonte propuso un decreto pidiendo que en premio se le diese una corona de oro y que fuese proclamado y coronado en el teatro cuando las tragedias nuevas; que era el lugar y la ocasión de más honor y gloria. Esquines denunció el decreto de contrario a las leyes en el modo, y de falso en lo que elogiaba a Demóstenes de haber siempre mirado por el mayor bien del pueblo; y salió como era natural a la defensa del decreto y de sí mismo,
y es la causa tan ruidosa llamada de la Corona. La demanda se puso en el tribunal desde luego; pero no se vio hasta más de ocho años después, en el 6.° ya de Alejandro, acudiendo de toda la Grecia a oír a aquello, dos oradores que llenaban el mundo de su fama. Ya se dijo que fue vencido Esquines, y que por no pagar la multa del juicio (el acusador que no reunía o tenía a su favor la quinta parte de votos, pagaba la pena señalada a la calumnia) se fue desterrado.
¿Vencido? No; deshecho, más que deshecho, No hay resistencia; no sirve la conciencia de los hechos; todo cede, todo cae al pie de aquella tribuna: y de aquí la opinión tan favorable a Demóstenes en todos tiempos de buen patricio, de ciudadano celoso. El orador apasiona a todos a su causa, y hunde y sepulta a su contrario, quedando solo Demóstenes presente con toda la pasión y grandeza de su triunfo.
Mas no se crea que se hizo cargo de todo lo que le dijo el acusador, pues fuera de citar otras leyes favorables al decreto de su corona (como quiera que fuese), nada, ni una palabra de lo demás: no podía; no saliera bien; no tenía respuesta. Lo que hace es
dejarlo todo, y fijarse y recordar sus servicios a la Grecia cuando la revolvía y excitaba contra el ambicioso Filipo; y la obligación del honor y el derecho glorioso de los griegos y más de los atenienses para poner vidas y haciendas por la libertad de todos, para no ceder a otro la suprema comandancia general de las armas griegas contra los bárbaros... si no lo hubieran impedido los traidores, como Esquines... Con esto no hubo más que una voz para aclamarle, y un solo voto para el fallo, sin embargo de ser todo puro hecho y triunfo de la elocuencia.
Todo también favoreció a Demóstenes. La acusación se presentó luego, como hemos dicho, y pasaron ocho años; es decir que todo estaba olvidado, menos la humillación presente de la Grecia, y pudo el defensor decir lo que quiso y exaltar más fácilmente a los ligeros atenienses con el recuerdo de sus glorias pasadas, cuanto menos valían y podían actualmente, y se veían sustituidos por los macedonios a quienes se creía haber favorecido Esquines.
De aquí diré lo que en la Ilíada: léanse las obras mismas, porque citar algunos rasgos, copiar algunos trozos sueltos, como suele hacerse, es lo mismo que quitar una piedra de un friso o relieve, de un chapitel o columna de un palacio real, y decir al que no ha visto más que aquello: ¡Mire V. qué edificio tan hermoso!

NOTA.
Traducciones a nuestra lengua.
“Para la sesta (clase) yo tengo traducido a Aftonio (sofista del siglo 4.°, autor de unos ejercicios de retórica) del griego en latin y en castellano: las oraciones de Tulio contra Verres, &c. y para lo griego las oraciones de Esquines contra Demóstenes y Demóstenes contra Esquines: dos sermones de San Basilio, &c."

Dice Pedro Simon Abril en sus proemios a la gramática griega que imprimió en esta ciudad (Zaragoza) en 1586. Pero yo no he podido averiguar nada de estas traducciones del griego, ni si han existido más de manuscritas. La de Demóstenes impresa en Madrid en 1820 (la oración de la Corona) es verdaderamente de nuestros días; y sea del griego o del latin, y valga lo que valiere, no tenemos otra. El verla yo publicada entonces me movió a emprender la traducción de la de Esquines, y la traduje, y en 1824 tenía esa y las siete Filípicas de Demóstenes. Mas como de aquel año al de 1835 han sido mis libros y papeles trasladados continuamente, llevados y traídos de mil modos y con otros tantos peligros, al fin eché eso de menos, y algunas otras cosas ya originales, ya traducciones de la misma lengua. Después no he tenido tiempo ni humor para volver a la empresa, ocupado en otras obras que ha visto el público.

De Homero tenemos traducidos en verso los dos poemas: la Odisea por Gonzalo Pérez padre del famoso Antonio Pérez; casi pura prosa: la Ilíada tiene dos traducciones de nuestro siglo; y aun queda libre para un tercer traductor de mejor gusto y mejor poeta.
De Anacreonte hay varias traducciones todas de poco mérito.
De Píndaro ya se dijo en su artículo.
De los tres bucólicos tradujo Conde lo mejor. No se puede leer.
De Sófocles anda el Filoctetes bastante escatimado; y no sé si el Edipo y alguna otra.
El M. Oliva imitó la Electra y la Hécuba. Boscán tradujo más que libremente el poema de Leandro y Hero, y aun ingiere la fábula de Aristeo imitándola de Virgilio.
Quevedo tradujo en verso el Manual de Epicteto y el poema de Focílides: y de aquel he visto no sé qué traducciones en prosa.
De Jenofonte dio a mediados del siglo XVI el secretario Diego Gracian la Ciropedia, la Anábasis, el Arma de Caballería, la Caza y la República de Esparta.
Quizá convendría retocar su traducción, y aun suplirla en algunas partes.
De Heródoto se publicó la traducción años pasados.
De Plutarco tenemos las Vidas paralelas, de tan antiguo como se dijo.
De Josefo, todo, por el cronista Alfonso de Palencia, quien dedicó su traducción a la Reina Católica.
De Aristóteles tradujo la Poética D. Alonso Ordóñez a principios del siglo XVII.
De Isócrates dio Pero Mesia (del latín) la Exhortación a Demónico; y todas sus Oraciones (del francés más bien que del griego) un moderno casi de nuestros días.
En 1785 se publicó una traducción del Repertorio o Soliloquios de M. Aurelio por Díaz Miranda.
En 1852 el Sr. Cortés canónigo de Valencia nos dio traducidas las Ibéricas de Apiano (Guerras de España) con un prólogo y notas que hacen mucho más apreciable esta obra.
También (si no me engaña la memoria) tenemos traducido a Dioscórides el primer botánico griego del tiempo de los Césares, y natural de Anazarbo en Cilicia.
Del célebre Galeno, de Pérgamo en el Asia, médico de M. Aurelio y gran farmaceuta, me parece que he visto traducida no sé qué obra, siendo las que nos han llegado: de la calidad de los remedios; de la composición de los medicamentos: de la terapéutica aplicable a las diferentes partes del cuerpo humano, y de la triaca y mitridatos (contravenenos).
Pero lo que es para la enseñanza y estudio del griego no tanto hacen al caso las traducciones como otros libros. Los que nos faltan son, una gramática muy sencilla ordenada con buen método, como las del siglo XVI en que estas lenguas se aprendían tan fácilmente; y una colección de obras muy bien escogidas: y con esto decirnos cuándo y con qué otros estudios ha de ir el del griego, entendiendo mejor a Quintiliano; porque decir él que vayan juntos el latín y el griego es decir nosotros que vayan juntas nuestra lengua y la latina y no esta y la griega; en cuya inadvertencia cayó Simon Abril y caen aun ahora algunos metodistas.